miércoles, 23 de abril de 2008
EL MAL DE DON QUIJOTE
Por Juan José Hoyos
¿El alma se equivoca por el hecho de imaginar? Me hago esta pregunta desde que estaba niño y aprendí a leer. Tenía seis años y era estudiante de primaria en la escuela San Agustín, en el barrio Aranjuez. Hasta esos días, en asuntos de la mente, sólo me habían preocupado los sueños. Cuando los soñaba, sentía que eran verdad. Cuando despertaba, pensaba que eran mentira. Pero ahora que abría los libros y podía leer las historias de Las mil y una noches, y ver a Aladino y su lámpara maravillosa, y a Simbad y los cuarenta ladrones, todo me parecía distinto, todo me parecía real.
Viendo mi afición temprana por la lectura, unos años más tarde mi hermana Lila me llevó a la Biblioteca Pública Piloto. Allí me dieron carnet de lector y empecé a prestar libros para llevar a mi casa. Leía de todo y en desorden. Un día cayó a mis manos Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. Estaban empezando las vacaciones escolares de mitad de año. Durante dos semanas, mientras mis amigos del barrio elevaban cometas, yo estuve encerrado en uno de los cuartos de mi casa, maravillado con las locuras de Don Quijote, ese hombre al que los libros de caballería le “sorbieron” el seso. Anita, mi madre, preocupada por mi encierro, tocaba la puerta y me decía: “Mijo, no lea más que se va a enloquecer...” Yo no quise hacerle caso. Cuando acabé el libro y salí del cuarto, hasta la luz del sol tenía para mí otro color. Como le sucedió a Don Quijote, empecé a confundir la realidad con las cosas que imaginaba. Me lo hicieron notar mis maestros, en la escuela, cuando me sorprendían extraviado, con la mente a miles de kilómetros del salón mientras ellos se esforzaban por explicar a mis compañeros los complicados mecanismos de la raíz cuadrada. Me lo hizo notar mi madre cuando le hablaba de los héroes de las novelas que yo leía como si fueran personas de carne y hueso.
Dice el poeta Pedro Salinas que la novela de Cervantes es una persistente lucha entre las ideas y las cosas. Las ideas en su sede natural, la cabeza de un hombre; las cosas, alrededor de él. De un lado, una venta, un rústico ventero, dos mozas, las existencias materiales de las cosas. Del otro lado, las creencias de Don Quijote: un castillo, el castellano y unas damiselas. De la desproporción entre estas dos agonías, de este juego, salen la altura heroica del libro y su humor despiadado.
Yo, preocupado por ese juego y, sobre todo, por mi situación después de la lectura la novela de Cervantes, me di a la tarea de averiguar los misterios que la rodeaban. Hace pocos días cayó a mis manos un libro me ha ayudado a comprender algunos de esos misterios. Se llama Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes y fue escrito por Luis Astrana Marín, un literato español que se dedicó a traducir a William Shakespeare y a estudiar la vida de Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Goethe. Su obra fue publicada en varios volúmenes entre 1948 y 1958 y tiene más de mil documentos, hasta entonces inéditos, sobre el autor de Don Quijote.
Astrana quería responder a la misma pregunta que se hizo en 1867 don Víctor Manuel García: ¿quién fue Don Quijote? Acompañado por su hijo, recorrió durante varios años los pueblos donde estuvo Cervantes y los lugares por donde él cuenta que viajó el caballero de la triste figura. Astrana esculcó archivos parroquiales, visitó bibliotecas, leyó libros antiguos y rastreó papeles hasta del Tribunal de la Inquisición. Nueve lugares se disputaban ser ese pueblo de La Mancha de cuyo nombre no quería acordarse Cervantes. Pues bien: él demostró que era Esquivias, un poblado donde Cervantes conoció a doña Catalina de Salazar, y se casó con ella en 1584, y luego trabajó como recaudador de impuestos. “Era un pueblo de guerreros e hidalgos (había 37 en la época de Cervantes) y ningún poeta” dice Astrana.
De acuerdo con sus averiguaciones, en Esquivias, Cervantes se enteró de muchos secretos del pueblo por el cura Juan de Palacios, con el que trabó muy buena amistad. Así supo de las viejas rencillas entre los Quijadas y los Salazares. Doña Catalina, la esposa de Cervantes, era descendiente de los Salazar y pariente del cura. Así también se enteró de la existencia de Fray Alonso Quijada, el tercer hijo del bachiller Juan Quijada y de María Salazar, moradores de Esquivias a fines del siglo XV y el primer tercio del XVI. Pues bien: el fraile Quijada se gastó casi toda su fortuna comprando y leyendo libros de caballería y después enloqueció. Estudiando el archivo parroquial de Esquivias desde 1519, Astrana descubrió que no existe ningún otro Alonso Quijada en la época de auge de los libros de caballerías. De hecho, en la segunda parte de Don Quijote, Cervantes pasó a llamar a su personaje Alonso Quijano “el Bueno”, quizá por las burlas en el pueblo al reconocer a Fray Alonso en el libro.
Revisando las partidas de bautismo y los libros de defunciones de la parroquia de Esquivias, Luis Astrana Marín también encontró que en el pueblo habían existido personas reales como el cura Pero Pérez y Mari Gutiérrez, la mujer de Sancho Panza. También encontró en esos libros montones de personas con apellidos como Ricotes, Carrascos, Quiñones, Álamos y Alonsos, casi todos apellidos moriscos de la época en que Cervantes escribió la novela. Muchos de ellos estaban enterrados en la iglesia. La conclusión de Astrana Marín fue sencilla: “sin Esquivias no habría existido Don Quijote”. Cuando Cervantes llegó a Esquivias, hacía muchos años había muerto Fray Alonso, pero él tal vez pensó que era prudente y cortés despistar: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”. Para mera casualidad parece mucho, dice Francisco Rodríguez Marín, otro biógrafo de Cervantes.
Hablando de estos asuntos, Jorge Luis Borges dice que “Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad común. Era una realidad creada por él... Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad”. Luego añade: “Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo también nosotros podemos ser un sueño”.
Sufro del mal de Don Quijote. Para mi consuelo, la historia de Esquivias y la novela de Cervantes me hace pensar que él sufría del mismo mal. Y que el alma no se equivoca por el hecho de imaginar. Alma y sueño son espejos de la vida. Todo lo que hay en ellos ha pasado por nuestros ojos, por nuestros oídos, por nuestras manos. Por nuestro corazón. Está escrito en nuestro pasado. La imaginación, también en el caso de Miguel de Cervantes, es pues memoria. Es vida. Y la vida es sueño, decía Calderón de La Barca… Y los sueños, sueños son.
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