miércoles, 31 de octubre de 2007

EL LEÓN DE DURANGO EN CASA

El general Tomás Urbina, protagonista de esta historia


Por John Reed

Frente a la puerta de la casa del general Urbina estaba sentado un viejo peón con cuatro cananas encima, ocupado en la genial tarea de llenar las bombas de fierro corrugado con pólvora. Apuntó con el pulgar hacia el patio. La casa, los corrales y los almacenes del general, dispuestos alrededor por los cuatro lados, en un espacio tan grande como una manzana de casas en la ciudad, lleno de puercos, pollos y niños a medio vestir. Dos cabras y tres magníficos pavos reales se asomaban pensativamente desde el techo. Dentro y fuera de la sala, de donde provenían aires fonográficos de la Princesa del dólar, estaba estacionado un tren de gallinas. Una anciana salió de la cocina y vació una cubeta de basura al suelo. Todos los puercos corrieron con gran ruido hacia allá. En la esquina del muro de la casa estaba sentada la hija del general, mascando un cartucho. Había un grupo de hombres parados y recostados alrededor de un pozo en el centro del patio. El mismo general estaba sentado entre ellos, en un sillón roto de mimbre, alimentando con tortillas a un venado manso y a una oveja negra coja. Ante él estaba un peón arrodillado vaciando un saco de lona con algunos cientos de cartuchos de máuser.

El general no respondió a mis explicaciones. Me extendió una mano floja y la retiró enseguida, pero no se levantó. Era un hombre robusto, de talla mediana y complexión caoba, con una escasa barba negra hasta las mejillas que no alcanzaba a cubrir la ancha y delgada boca sin expresión; enormes fosas nasales; los ojos brillantes, pequeños, alegres, animales. Por unos cinco minutos no los apartó de los míos. Mostré mis papeles.

- No sé leer -dijo el general dándoselos a su secretario-o. ¿Así es que usted quiere ir a la batalla? -me espetó en el más áspero español-. ¡Hay demasiadas balas! -no dije nada-. ¡Muy bien!, pero no sé cuando me voy. A lo mejor en cinco días. Ahora coman.
- Gracias, mi general, ya comí.
- Vaya a comer -me repitió con calma-, ¡ándele!

Un hombrecillo sucio a quien llamaban doctor me escoltó hasta el comedor. Alguna vez fue boticario en Parral, pero ahora era mayor. Tendríamos que dormir juntos esa noche, dijo. Pero antes de que llegáramos al comedor alguien gritó: ¡Doctor!

Había llegado un hombre herido. Era un campesino con su sombrero en la mano y un pañuelo ensangrentado alrededor de la frente. El doctorcillo se volvió todo eficiencia. Despachó a un niño para que trajera las tijeras familiares y a otro lo mandó por una cubeta de agua del pozo. Luego afiló con su cuchillo un palo que había recogido del suelo. Sentando al hombre sobre una caja, le quito el vendaje, revelando una cortada de cerca de dos pulgadas de largo con plastas de mugre y sangre seca. Primero cortó el pelo alrededor de la herida, metiendo las puntas de las tijeras sin cuidado. El hombre contuvo el aliento a duras penas, pero no se movió. Entonces el doctor cortó lentamente la sangre coagulada encima, silbando con ánimo para sí mismo.

- Sí -recalcó- es una vida interesante la del doctor. Miró de cerca el borbotón de sangre; el campesino parecía una piedra enferma-. Y es una vida llena de nobleza -continuó el doctor-. Aliviar el sufrimiento ajeno. Tomó el palo afilado y lo encajó, ¡y con lentitud escarbó toda la herida!

- ¡Vaya! ¡El animal se desmayó! -dijo el doctor- ¡Vamos, sosténgalo mientras lo lavo! -diciendo esto levantó la cubeta y vació su contenido sobre la cabeza del paciente; el agua y la sangre escurrieron sobre su ropa.

- Estos peones ignorantes -dijo el doctor, cubriendo la herida con su vendaje original-, no tienen valor. Es la inteligencia lo que construye el alma, ¿no?
Cuando el campesino volvió en sí, le pregunté:
- ¿Es usted un soldado? El hombre me mostró una dulce sonrisa de desprecio.
- No, señor, sólo soy un pacífico -dijo-. Yo vivo en El Canutillo, donde mi casa está a sus órdenes...

Mucho rato después, todos nos sentamos para cenar. Ahí estaba el teniente coronel Pablo Seañes, un franco y simpático joven de veintiséis años, con cinco balas en el cuerpo como pago por tres años de luchar. Su conversación estaba salpicada de maldiciones soldadescas, y su pronunciación era un poco difícil de entender, a consecuencia de una bala en la quijada y una lengua casi partida en dos por una espada. Era un demonio en el campo, decía, y muy matador después. En la primera toma de Torreón, Pablo y otros dos oficiales, el mayor Fierro y el capitán Borunda, solos, ejecutaron ochenta prisioneros desarmados, cada uno los abatió con su revólver hasta que su mano se cansó de tirar del gatillo.

- ¡Oiga! -dijo Pablo-, ¿cuál es el mejor instituto para estudiar hipnotismo en Estados Unidos?... Tan pronto como esta maldita guerra se termine voy a estudiar para hipnotista... Con eso se volteó y comenzó a hacer pases al teniente Borrega, a quien muy adecuadamente le llamaban el león de las sierras, por su prodigiosa presunción. Este último sacó su revólver:

- ¡No quiero tener negocios con el diablo! -gritó, entre las risotadas de los demás.
Estaba también un capitán Fernando, un gigante canoso enfundado en unos estrechos pantalones, quien había peleado en veintiuna batallas. Sentía un deleite especial con mi español fragmentario, y cada palabra que yo hablaba le producía ataques de risa que tiraban el adobe del techo. Nunca había salido de Durango, y declaraba que había un gran mar entre los Estados Unidos y México, y que él creía que el resto de la tierra era agua. Junto a él estaba Longino Güereca, con una hilera de dientes picados atravesándole su cara redonda y gentil cada vez que sonreía, además de un historial de valor famoso en todo el ejército. Tenía veintiún años y ya era primer capitán. Me contó que la noche anterior sus mismos hombres habían intentado matarlo... después, Patricio, el mejor jinete de caballos salvajes en el Estado, y Fidencio; junto a él un indígena puro de dos metros de estatura, quien siempre peleaba de pie. Por último Rafael Zalarzo, un pequeño jorobado que Urbina llevaba en su tren para divertirlo, igual que cualquier duque italiano de la Edad Media.

Luego de haber quemado nuestras gargantas con la última enchilada, y cuchareado nuestro último fríjol con una tortilla -no conocían los tenedores y cucharas- cada uno de los caballeros tomó un trago de agua, hizo gárgaras, y lo tiró al suelo. Cuando salí al patio, vi la figura del general emerger de la puerta de su recámara, un poco tambaleante. Llevaba un revólver en la mano. Se paró durante un momento a la luz de otra puerta, y de repente entró, dando un portazo.

Yo ya estaba acostado cuando el doctor entró al cuarto. En la otra cama reposaban el león de las sierras y su amante de turno, quienes roncaban ruidosamente.
- Sí -dijo el doctor- hubo un pequeño problema. El general no ha podido caminar durante dos meses por el reumatismo... y algunas veces sufre mucho, y se consuela con aguardiente... esta noche trató de dispararle a su madre. Siempre trata de dispararle a su madre... porque la ama demasiado.

El doctor se dio un vistazo en el espejo y retorció su bigote-. Esta revolución, no confunda, es una lucha de los pobres contra los ricos. Yo era muy pobre antes de la revolución y ahora soy muy rico.

Dudó por un momento, después comenzó a quitarse la ropa. A través de su mugrosa camiseta el doctor me honró con su única oración en inglés:
- I have mooch lices (tengo muchos piojos) -dijo, sonriendo con orgullo.

Salí al amanecer y caminé por Las Nieves. El pueblo pertenecía al general Urbina, la gente, las casas, los animales, las almas inmortales. En Las Nieves, él y sólo él aplicaba la más alta y la más baja justicia. La única tienda en el pueblo está en su casa; compré unos cigarros al león de las sierras, quien era el encargado detallista de la tienda por ese día. En el patio, el general platicaba con su amante, una bella mujer de apariencia aristócrata, de voz parecida a la de una sierra de mano.

Cuando notó mi presencia vino hacia mí y me dio un apretón de manos, diciendo que le gustaría que yo le tomase unas fotografías. Le dije que ése era mi único propósito en la vida, y le pregunté si pensaba partir pronto hacia la frontera.

- Creo que en unos diez días -contestó.
Me empecé a preocupar.
- Aprecio su hospitalidad, mi general -le dije-, pero mi trabajo requiere que yo esté donde pueda ver el avance hacia Torreón. Si es conveniente, me gustaría regresar a Chihuahua y reunirme con el general Villa, que pronto saldrá para el sur.
La expresión de Urbina no cambió, pero me espetó:
- ¿Qué es lo que no le gusta de aquí? ¡Usted está en su casa! ¿Quiere cigarrillos? ¿Quiere aguardiente, o sotol, o coñac? ¿Quiere una mujer que le caliente la cama durante la noche? ¡Todo lo que usted quiera yo se lo puedo dar! ¿Quiere una pistola? ¿Quiere un caballo? ¿Quiere dinero? -sacó de su bolsillo un puñado de dólares de plata y haciéndolos sonar los arrojó a mis pies.
Yo contesté:
- En ninguna parte de México estoy tan bien y tan feliz como en esta casa.

Durante la siguiente hora le tomé fotografías al general Urbina: El general Urbina de pie, con y sin espada; el general Urbina montado sobre tres diferentes caballos; el general Urbina con y sin su familia; los tres hijos del general Urbina a caballo y a pie; la madre del general Urbina, y la amante de él; la familia completa armada con espadas y revólveres, incluyendo el fonógrafo, traído a propósito; y uno de los niños mostrando una pancarta en la que decía: General Tomás Urbina R.

Reed, John, "Capítulo 2", en: México insurgente.

jueves, 25 de octubre de 2007

SOBRE EL OFICIO

Por Ryszard Kapuscinski

El escritor Riszard Kapuscinski estuvo de visita en el periódico El Colombiano para dialogar con los periodistas del diario. A continuación una extracto de la charla introductoria:

El tema al que fui invitado a hablar en este foro está dedicado al periodismo, nuestra profesión, la que estamos cumpliendo y que atraviesa, como todos lo medios de comunicación, por una situación de cierta desorientación, de cambio, de crisis, en la que todos tratamos de buscar las soluciones adecuadas y mejores.

Vale la pena discutir estos problemas, porque de estas discusiones, siempre algo bueno puede aparecer. El Foro en Bogotá fue una prueba de esta situación y de esta idea, porque se discutía de manera muy seria, muy preocupante, muy creativa, problemas vinculados con nuestra profesión y gobernabilidad, nuestra profesión y democracia, nuestra profesión y sociedad.

Todo esto que es tan importante, si se piensa en nuestra profesión, en un deber no solamente para ganar dinero, porque es poco dinero el que se gana, sino como cierta actitud social, como cierto deber patriótico y humano. Discutir para cumplir en mejor manera lo que estamos haciendo.

Con mucho entusiasmo acepté esta invitación. Vine, y realmente estaré unas semanas en Colombia, pero es tan emocionante para mí estar en Colombia, que yo quisiera saber más, leer, conversar, conocer lo que está pasando aquí. Porque es un país, no solamente de gran interés, sino de gran importancia, gran pasado, de una sociedad muy creadora, muy simpática.

Cuando se viene de Europa a Colombia, uno descansa. Porque en Europa hay tanta tensión, la gente es tan fría, no hablan, no contestan; aquí se está en una sociedad que todos ayudan, todos están muy simpáticos, muy amables, muy acogedores; es una gran experiencia y unas grandes vacaciones emocionales, si se puede decir esto. Porque ustedes son gente de gran cariño y simpatía.

De nuestra profesión se puede hablar sin fin, porque vivimos en el mundo de las grandes promesas para nuestra profesión, el mundo del siglo XXI va a ser el mundo informativo, el mundo de la informática, el mundo en cultura, con gran sentido, en amplio sentido de la palabra, va a jugar un rol de suma importancia y dentro de ese desarrollo de valores culturales, de importancia, de cultura, es el desarrollo de los medios de comunicación. Y dentro de ellos nuestra profesión.

Nuestra profesión, si se le compara con lo que fue 30 años atrás, es un proceso de gran revolución. En dos sentidos:

1. El número de puestos de información creció enormemente como el resultado de la revolución electrónica. En lugares donde hace 50 años trabajaban 20 periodistas, ahora hay 2000 periodistas. Y ese número crece. Cuando yo miro algún país, por decir en Europa, Suecia, y allí Estocolmo, hace 50 años había un periódico, una estación de radio, no había televisión, entonces uno iba allá, hacia dos entrevistas y punto, se acabó. Ahora cuando uno va a Estocolmo, en este mismo lugar hay 20 periódicos, 100 emisoras de radio y 15 estaciones de televisión, y cada uno quiere una entrevista exclusiva y está luchando por esto. De mi propia experiencia se ve como creció enormemente nuestra profesión. En tamaño.

2. No es eso todo, porque ya están detrás de nosotros, nuevas generaciones periodísticas. Hay en el mundo un sin fin de escuelas de periodismo. Hace no mucho tiempo atrás, estuve en Madrid, me asombró que en esta sola ciudad, existen escuelas de periodismo en las que estudian 35 mil estudiantes. Imagínese esto, en una sola ciudad 35 mil estudiantes de periodismo. Y todos, claro, con la esperanza que van a ser periodistas. Claro, en la práctica no todos van a ser periodistas. Esto demuestra el sentido que existe ahora alrededor de nuestra profesión.

Cuando se habla con los estudiantes de secundaria, la mitad quiere ser periodistas. Nuestra profesión es muy atractiva, y eso es una de las pruebas de cómo cambia el mundo de los medios de comunicación y nuestra posición social.

Otra de las cosas que pasó con el gran influjo de las nuevas generaciones del periodismo, fue que en muchos casos se bajó el nivel de lo que es el periodismo. Antes era un grupo de periodistas en una sociedad, en una ciudad, que gozaban de gran prestigio, eran hombres de mucha importancia, todos los conocían.

Se cambiaron mucho entre los políticos y los periodistas, los grandes políticos del siglo XX, la mayoría eran periodistas. Los líderes mundiales en ciertos momentos de su carrera fueron periodistas. Lo mismo sucedía con muchos escritores, ustedes tienen un gran ejemplo en su propia patria, Gabriel García Márquez, que era periodista y su obra periodística era en tamaño mucho mayor que su creación literaria.

Lo que Gabriel García Márquez hizo por su obra y en su obra, fue que él mostró, que el periodismo cumplido en alto nivel, está al mismo nivel que la literatura; que el periodismo no es cosa que se hace de una hora a otra, y que dura solamente un día. El gran periodismo es el arte que dura años.

Yo ayer (lunes 21 de agosto) estuve en una librería en Bogotá, en la que vi las obras periodísticas de Gabriel García Márquez, tres tomos, fueron tres tomos solamente en Bogotá porque el cuarto tomo yo lo tengo en Varsovia. Pero yo miré las fechas de éstos y eran publicadas todavía en los años 50. Obras periodísticas que pasaron 50 años, la mitad del siglo y estas obras se vuelven a publicar, se venden, porque el gran periodismo tiene este valor.

El gran periodismo dura y eso hay que tenerlo en cuenta, yo sé que esa es nuestra profesión porque yo la hice por años y sé que es muy dura, muy difícil de encontrar el tiempo y la fuerza, pero es muy importante que pensemos sobre esto, que si escribimos, no siempre es esto posible, lo hagamos pensando que va a durar más que un día, que el valor que queremos dar a un texto es el mismo que un escritor da cuando escribe una novela.

Es muy importante tener conciencia que periodismo y literatura son cosas muy cercanas, especialmente ahora que vivimos en un mundo de cultura, en el mundo de literatura y de arte, que vivimos un fenómeno que es fenómeno de mezcla, de intercambio entre géneros.

Esa tendencia la vemos muy bien en la pintura, por ejemplo, en la música y en la literatura, que se mezclan los géneros que es muy difícil en muchos casos. Y esta cantidad es creciente de trazar una frontera entre donde se termina y donde se encuentra otro, esta mezcla tiene valores muy dinámicos, tiene valores muy vivos, muy coloridos. Y de esta mezcla, esta textura, se pueden crear unos textos, unos libros de gran fuerza y de gran importancia.

domingo, 21 de octubre de 2007

CONFESIONES DE UN BURGUÉS

Por Sándor Márai

—Bien, bien… ¿Y sobre qué va a escribir usted?—me preguntaba la gente de los cafés de Pest con malicia mal disimulada.

Pues sí, hacía falta saber sobre qué iba a escribir. Yo miraba hacia delante y pensaba: “¿Por qué no sobre el vaso de agua que hay en la mesa?” Ni sabía lo que se esperaba de mí ni me importaba. Probablemente no se esperaba de mí más que una simple desaparición. Yo consideraba esa expectativa natural y obvia. La “vida literaria”, con su maraña de relaciones humanas, no puede ser ni más estéril ni más noble que la vida del gremio de los joyeros o de los carniceros. El que fracasa en su carrera —porque cualquier proceso creativo es también una carrera, puesto que una obra no nace por sí sola, sino que está al servicio de algo y, por lo tanto, también en contra de algo y de alguien— terminará igual de repudiado que un banquero en quiebra o un comerciante arruinado. ¿Sobre qué iba a escribir? No lo sabía. ¿Sobre lo que “me gustaba” o sobre lo que me veía obligado a decir, quisiera o no, “con todas sus consecuencias”? La patética expresión “con todas sus consecuencias” estaba muy de moda entre la juventud y yo la repetía muy a menudo y muy a gusto. Sin embargo, en la vida nada ocurre “con todas sus consecuencias”, siempre hay una escapatoria posible, más atractiva y más inteligente que cualquier imperativo categórico; es muy fácil conformarse con las cosas y buscarles luego una explicación “moral”. Empecé a escribir y, naturalmente, no sólo escribía sobre lo que “me veía obligado a decir” según mi conciencia… La verdad es que escribía más a menudo sobre cosas que no me convencían en absoluto, sobre lo que el momento me brindaba, sobre lo que estaba en el aire en ese preciso instante, algo apenas perceptible que era necesario nombrar aunque fuese un tema sin “importancia”; todas las mañanas me despertaba con la sensación de que algo iba mal, como si hubiese suspendido algún examen decisivo para mi carrera y tuviese que comenzar de nuevo. También escribía a diario porque en una de las calles de la ciudad había una imprenta cuyas gigantescas máquinas empezaban a funcionar a medianoche y necesitaban alimentarse de papel y tinta, de sangre y nervios; pedían de comer todas las noches a la misma hora, y siempre había que darles algo para alimentarlas. Escribía porque alguna ley oculta me obligaba a ello; no se trataba de un acuerdo o una necesidad, sino de una ley más profunda y compleja, de un contrato que había establecido conmigo mismo, con mis nervios, con mi carácter. No puede uno “acostumbrarse” al periodismo. Un periodista no puede vivir con comodidad, nunca puede tener un descanso: un artículo mal logrado o poco inteligente o una columna innecesaria puede arruinar lo conseguido hasta ese momento. En esta profesión no se puede aflojar el ritmo y tampoco basta con que el periodista escriba sólo lo que le dicta su conciencia, ya que existen muchas verdades y cada una tiene su propia forma.

Los años iban pasando y yo escribía miles de artículos, uno o dos al día, porque la máquina se ponía en marcha cada medianoche, porque todos los días “ocurría algo” en una calle próxima o en cualquier lugar del mundo; hasta que una tarde fue a verme un amigo mayor que yo, me saludó, me miró a los ojos y me dijo: “¡Ten cuidado!” Nos encontrábamos en la redacción del periódico, en una sala de aire asfixiante que olía a imprenta y cuyas ventanas daban a un patio de luces. “¡Ten cuidado! —me dijo, y me miró con sus ojos inteligentes—. Al principio uno cree que sólo está viviendo de los intereses, hasta que un día se da cuenta de que está gastándose el capital, y entonces ya es tarde”. Lo acompañé hasta la salida; sus palabras me inspiraban pena y tardé mucho en empezar a tener cuidado. El periodismo es también un narcótico que puede terminar matándote, aunque te asegura una embriaguez y un olvido perfectos y agradables. Unas veces me sentía agotado, otras me desesperaba; unas veces más me agobiaba, otras me faltaba información; pero escribía a diario, como el cirujano opera a diario. El periodista desarrolla en el sistema nervioso una potente toxina que lo envenena poco a poco y no permite que se calle. Todas las tardes, hacia las seis, yo me sentaba ante el escritorio de la redacción en un estado anímico ni muy agradable ni muy romántico, más bien artificialmente alimentado: todos los días alguien moría asesinado, alguien se arruinaba, alguien mentía descaradamente, alguien cometía un acto de mal gusto. Todos los días “ocurría” algo. La vida, esa materia prima triste y hedionda, siempre llevaba algo nuevo, algo que yo diseccionaba con mi pluma para poder presentar algún aspecto nuevo de la miseria humana, algún bacilo, algún virus, y pensaba que ser periodista consistía en eso… Quizá tampoco sea mucho más que eso: mostrar algo y creer que estás mostrando también algo más, tal vez cierta dirección… Todas las tardes, hacia las tres, parecía que me enchufaba a la red eléctrica: entonces mi sistema nervioso empezaba a dedicarse al mundo. Me envolvía en periódicos nacionales e internacionales para encontrar el detalle microscópico que sería el “tema del día”, lo que había que contar, lo que yo u otra persona debía contar —a veces de una forma indirecta y velada, mencionando apenas el tema central—, porque si no valía la pena vivir, no tenía sentido escribir, y a continuación estallaba esa extraña fiebre, esa “alta tensión”, un nerviosismo que duraba horas, hasta que conseguía concentrarme y describir, con palabras elocuentes o balbuceantes, con un estilo ameno y divertido o bien aburrido y absurdo, lo que en ese momento me parecía que explicaba o aclaraba algo.

El buen periodismo es siempre agresivo, aunque esté de acuerdo con las cosas, aunque esté dando su consentimiento o su bendición. El periodista que describe los fenómenos vitales diciendo siempre que sí y mostrando su conformidad resulta aburrido y poco convincente. En cualquier caso, el público del circo espera que las bestias despedacen a todo pagano o cristiano que se atreva en entrar en su territorio. Cada tarde, entre las seis y las siete, yo empezaba a olfatear sangre, a ver por todas partes manipulaciones y traiciones, abusos e injusticias, “trampas de la burocracia”, actos de corrupción de los pudientes, infidelidades y malas intenciones de las mujeres. Descubrí que mi actitud y mi comportamiento eran los típicos del “periodista comprometido” y comencé a sospechar que algo iba mal. Es verdad que el mundo está colmado de vilezas y sucias artimañas, pero a veces habría querido comprender lo que otros se contentaban con criticar y “destapar”… Se trata de una droga muy potente de la cual el escritor no debe abusar, pues las sospechas automáticas y la superioridad indiferente —que logran que el periodista “sepa con certeza” que sólo existen dos tipos de persona: aquellas sobre las que todavía no se sabe nada y las que ya están “descubiertas”— sólo llevan al escritor a transformarse en un fiscal que no puede dejar de acusar.

Sí, a mi alrededor todos resultaban sospechosos…y la verdad es que durante aquellos años fui testigo de una danza macabra: vi a gente aparecer, resplandecer y desaparecer sin dejar rastro; los ricos y los pudientes, los virtuosos y los criminales, los idiotas y los genios, todos desaparecían en las tormentas del tiempo. Hombres importantes, que invitaban a cenar a los más ilustres de la sociedad del bien, terminaban suicidándose o encerrados en la cárcel; los semidioses que hacían esperar a los más destacados representantes en la antesala de sus despachos tenían que responder luego ante el juez: antes o después, todos terminaban en las “páginas de los periódicos”, por eso observaba a todo el mundo como un posible caso para alguna noticia futura. Tal actitud es muy poco elegante, pero el periodismo, en la práctica, se resume en eso…

A veces el escritor pretende ser noble. Le gustaría aprobar algo, decir que algo está bien… El periodista lucha contra todo y contra todos, mientras que el escritor cree, en ocasiones, estar luchando cuando aprueba algo o cuando calla. Aprendí que el buen periodista —con su ira solidaria, sus acusaciones y sus antipatías— cree de verdad en su rabia cuando ataca algo o a alguien: esa solidaridad es la que da credibilidad al periodismo. Tuvieron que pasar años para que me diese cuenta de que yo no creía forzosamente en mi propia ira. Llega un día en que hay que elegir: el escritor pide la palabra, y entonces el periodista debe callar; no se puede vivir en dos direcciones, creer en dos cosas distintas; no es posible, en un mismo día, “querer” en privado lo que en la redacción se odia a muerte…

Un día dejé de creer que debía acabar con la maldad, la mezquindad y el mal gusto que había en el mundo; ya no creía que la palabra escrita pudiera volar alto y rápido, que pudiera cambiar algo en el mundo. Tuve una sensación de inseguridad y de mareo, como el albañil que mira hacia abajo desde un andamio. Y empecé a cuidar toda palabra escrita, a trabajar menos y a recibir cada día más de la escritura.

Fragmento de: Márai, Sándor, Confesiones de un burgués, Ediciones Salamandra, Barcelona, 2005, pp. 451-456

jueves, 18 de octubre de 2007

¿QUIÉN ES JOHN REED?

Por Albert Rhys Williams

La primera ciudad norteamericana en que los obreros se negaron a cargar armas y municiones para el ejército de Koltchak fue la ciudad de Portland, en la costa del Pacífico. En esta ciudad nació John Reed el 22 de octubre de 1887.

Su padre era uno de aquellos recios pioneros, de espíritu recto, que Jack London pinta en sus relatos sobre el Oeste norteamericano. Hombre de aguda inteligencia que odiaba la falacia y la hipocresía, en vez de ponerse, como tantos otros, al lado de las gentes ricas e influyentes, se enfrentó a ellas y, cuando los monopolios, como pulpos gigantescos, se apoderaron de los bosques y otras riquezas naturales del Estado, emprendió una lucha encarnizada en contra de ellos. Fue perseguido, combatido a muerte, despedido de su empleo. Pero jamás capituló ante sus enemigos.

John Reed recibió de su padre una buena herencia: una inteligencia despierta y aguda, un temperamento de luchador, un espíritu intrépido y valeroso. Sus brillantes dotes se manifestaron desde edad temprana, y al terminar sus estudios secundarios fue enviado a Harvard, la más famosa Universidad de los Estados Unidos. Allí enviaban a sus hijos los reyes del petróleo, los barones de la hulla y los magnates del acero, sabiendo perfectamente que al cabo de cuatro años de deportes, de lujo y de “aburrido estudio de una serie de ciencias tediosas” volverían a casa con el espíritu depurado de la más leve sospecha de radicalismo. De este modo se moldean en los colegios y universidades decenas de millares de jóvenes norteamericanos, que salen de las aulas convertidos en aguerridos defensores del orden establecido, en guardias blancos de la reacción.

John Reed pasó cuatro años detrás de los muros de Harvard, donde sus atractivos personales y sus dotes lo hicieron querido de todos. Convive diariamente con los jóvenes vástagos de las clases ricas y privilegiadas. Sigue las lecciones grandilocuentes de los reflexivos y ortodoxos profesores de sociología; escucha los sermones de los sumos sacerdotes del capitalismo, los profesores de Economía Política. Y acaba organizando un club socialista en el corazón de esta fortaleza de la plutocracia. Fue un verdadero bofetón asestado en la cara de estos sabios ignaros. Sus profesores se consolaron pensando que sólo se trataba, sin duda, de una travesura de muchacho. “El radicalismo -se dijeron- se le pasará apenas cruce las puertas del colegio y se encare con la realidad de la vida.”

Terminados sus estudios y habiendo obtenido su grado universitario, John Reed se lanzó al amplio mundo, y en un período de tiempo increíblemente breve lo conquistó, gracias a su amor a la vida, a su entusiasmo y a su pluma. Siendo todavía estudiante había colaborado en un periódico satírico titulado Latroon (El Burlón), haciendo gala de un estilo ingenioso y brillante. De su pluma brotó ahora un torrente de poemas, de relatos, de dramas. Los editores lo asaltaban con proposiciones, las revistas ilustradas le ofrecían sumas casi fabulosas, los grandes diarios le pedían crónicas sobre los acontecimientos más importantes de la vida en el extranjero.

Se convirtió así en peregrino de los grandes caminos del mundo. Quien quisiera estar al corriente de la vida contemporánea no tenía más que seguir a John Reed; como el albatros, el ave de las tempestades, estaba presente dondequiera que sucedía algo importante.

En Paterson, una huelga de los obreros textiles fue creciendo hasta convertirse en una tempestad revolucionaria: allí estaba John Reed, en el corazón de la tormenta.

En Colorado, los esclavos de Rockefeller salieron de sus fosas y se negaron a volver a ellas, desafiando las macanas y los fusiles de los guardias: allí estaba John Reed, al lado de los rebeldes.

En México, los peones oprimidos levantaron el estandarte de la revuelta y, con Pancho Villa a la cabeza, marcharon sobre el Palacio Nacional; John Reed cabalgaba mezclado con ellos.

El relato de esta lucha vio la luz en la revista Metropolitan y más tarde en el libro México insurgente. Con patetismo auténticamente poético, John Reed pintó en estas páginas las montañas de color púrpura y los inmensos desiertos “defendidos, todo en torno, por las espinas de los cactus gigantes”. Le gustaban las llanuras infinitas, pero amaba sobre todo a los hombres que moraban en ellas, explotados sin compasión por los terratenientes y la Iglesia católica. Reed los describe bajando con sus rebaños de los pastizales de las montañas para unirse a los ejércitos libertadores, cantando al atardecer junto a las hogueras del campamento y combatiendo aguerridamente por la tierra y la libertad, a despecho del frío y el hambre, descalzos y cubiertos de harapos.

Estalla la guerra imperialista. Dondequiera que truena el cañón, allí está John Reed: en Francia, en Alemania, en Italia, en Turquía, en los Balcanes, en Rusia. Por haber denunciado la traición de los funcionarios zaristas y recogido documentos que demostraban su participación en la organización de las matanzas antisemitas fue detenido por los esbirros en unión del célebre pintor Bordman Robinson. Pero, como de costumbre, valiéndose de una hábil intriga, de un azar afortunado o de un astuto subterfugio, logró escapar de sus garras y lanzarse riendo a la nueva aventura.

El peligro jamás lo detuvo. Era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas prohibidas, a las líneas avanzadas de las trincheras.

¡Cuán vivo permanece en mi recuerdo el viaje que hice con John Reed y Boris Reinstein por el frente de Riga, en septiembre de 1917! Nuestro automóvil se dirigía al Sur, hacia Venden, cuando la artillería alemana comenzó a bombardear un pueblo situado al Este. De pronto, este pueblo se convirtió para John Reed en el lugar más interesante del mundo. Se empeñó en que fuésemos allí. Marchábamos prudentemente a rastras. De pronto estalló detrás de nosotros un enorme proyectil, y en el sitio por el que acabábamos de pasar brotó una columna negra de humo y polvo.

Llenos de miedo, nos agarramos unos de los otros, pero minutos después John Reed estaba radiante. Parecía como si hubiese satisfecho una necesidad imperiosa de su naturaleza.

Así recorría el mundo, de un país a otro, de un frente a otro, de una a otra aventura extraordinaria. Pero John Reed no era simplemente un aventurero, un periodista, un espectador indiferente, un observador impasible de los sufrimientos humanos. Lejos de ello, estos sufrimientos eran los suyos propios. El caos, el lodo, los sufrimientos y la sangre vertida ofendían su sentimiento de la justicia y del decoro. Trataba obstinadamente de descubrir la raíz del mal, para extirparla.

Cuando regresaba a Nueva York de sus andanzas por el mundo no era para descansar, sino para seguir trabajando en defensa de sus ideas.

A su vuelta de México declaró: “Sí, México se halla sumido en la revuelta y el caos. Pero la responsabilidad de ello no recae sobre los peones sin tierra, sino sobre los que siembran la inquietud mediante envíos de oro y de armas, es decir, sobre las compañías petroleras inglesas y norteamericanas en pugna...”

Regresó de Paterson para montar en la sala más capaz de Nueva York, en Madison Square Garden, una grandiosa representación dramática titulada “La batalla del proletariado de Paterson contra el capital”.



Trajo de Colorado el relato de los asesinatos de Ludlow, cuyo horror casi superaba al de los fusilamientos del Lena, en la Siberia. Contó cómo los mineros eran arrojados de sus casas, cómo vivían en tiendas de campaña, cómo estas tiendas eran rociadas de gasolina e incendiadas, cómo los soldados disparaban contra los obreros que corrían, y cómo perecieron entre las llamas una veintena de mujeres y niños. Dirigiéndose a Rockefeller, rey de los millonarios, declaró: “Esas son tus minas, esos son tus bandidos mercenarios y tus soldados. ¡Sois unos asesinos!”

Regresaba de los campos de batalla no con triviales charlas acerca de las ferocidades de tal o cual beligerante, sino maldiciendo la guerra en sí, como una carnicería, un baño de sangre organizado por los imperialismos rivales. En el Liberator, revista progresiva de carácter revolucionario, a la que entregaba gratuitamente sus mejores escritos, publicó un virulento artículo antimilitarista bajo los titulares: “Prepara una camisa de fuerza para tu hijo soldado”. Fue llevado con otros autores ante un Tribunal de Nueva York, acusado de alta traición. El fiscal hizo lo indecible por arrancar de los jurados patriotas un veredicto que sirviera de escarmiento; llegó incluso a situar cerca de los edificios del tribunal una banda que estuvo tocando himnos nacionales todo el tiempo que duraron las deliberaciones. Pero Reed y sus compañeros defendieron valientemente sus convicciones. Después de que Reed hubo declarado gallardamente que consideraba como su deber luchar por la transformación social bajo la bandera revolucionaria, el fiscal le dirigió esta pregunta:

-Pero, en la actual guerra, ¿combatiría usted bajo la bandera norteamericana?

-¡No! -contestó Reed en forma categórica.

-¿Y por qué?

Y, a manera de respuesta, John Reed pronunció un discurso apasionado en el que pintaba los horrores de que había sido testigo en los campos de batalla. Su narración fue tan elocuente, tan impresionante, que incluso algunos de los jurados miembros de la pequeña burguesía y ya prevenidos contra los acusados no pudieron contener las lágrimas. Todos los redactores fueron absueltos.

En el momento en que los Estados Unidos entraban en la guerra, John Reed hubo de sufrir una operación quirúrgica. Le extirparon un riñon. Los médicos lo declararon inútil para el servicio militar.

-La pérdida de un riñón -decía irónicamente- me puede librar de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de hacer la guerra entre las clases.

En el verano de 1917, John Reed salió apresuradamente para Rusia, donde había percibido, en los primeros combates revolucionarios, la proximidad de una gran guerra de clases.

Un rápido análisis de la situación le llevó a la conclusión de que la conquista del poder por el proletariado ruso era lógica e inevitable. Todas las mañanas, al despertarse, comprobaba, con una pena rayana en la irritación, que la revolución no había comenzado todavía. Por último, el Smolny dio la señal y las masas se lanzaron a la lucha revolucionaria. De la manera más natural del mundo, John Reed se lanzó con ellas. En todas partes, como dotado del don de ubicuidad, se halló presente: en la disolución del preparlamento, en el levantamiento de las Barricadas, en el delirante recibimiento tributado a Lenin y a Zinoviev al salir de la clandestinidad, en la caída del Palacio de Invierno...

Vladimir Lenin, líder de la Revolución Bolchevique



Pero todo esto lo ha referido él en su libro.

Por dondequiera que pasaba iba recogiendo documentos. Reunió colecciones completas de la Pravda y la Izvestia, proclamas, bandos, folletos y carteles. Sentía una especial pasión por los carteles. Cada vez que aparecía uno nuevo no dudaba en despegarlo de las paredes si no podía obtenerlo de otro modo.

Por aquellos días, los carteles aparecían en tal profusión y con tal rapidez, que los fijadores tropezaban con dificultades para encontrar sitio donde pegarlos en las paredes. Los carteles de los kadetes, de los social-revolucionarios, los mencheviques, los social-revolucionariós de izquierda y los bolcheviques, eran pegados unos encima de otros, en capas tan espesas, que un día Reed desprendió dieciséis sobrepuestos. Me parece verle en mi cuarto mientras tremolaba la enorme plasta de papel, gritando: “¡Mira! ¡He agarrado de un golpe toda la revolución y la contrarrevolución!”

Fue formando así, por los procedimientos más diversos, una colección formidable de documentos. Tan formidable que, al desembarcar en el puerto de Nueva York, después de 1918, los agentes de la Procuraduría de los Estados Unidos le despojaron de ella. Logró, sin embargo, rescatarla y ponerla a buen recaudo en el cuartucho neoyorquino donde, entre el estruendo de los trenes aéreos y los subterráneos corriendo sobre su cabeza y debajo de sus pies, escribió su libro Diez días que estremecieron al mundo.

Como es natural, los fascistas norteamericanos no tenían el menor deseo de que este libro llegase a conocimiento del público. En seis ocasiones se introdujeron en las oficinas de la casa editora, tratando de robar el manuscrito. Una fotografía de John Reed lleva esta dedicatoria: “A mi editor, Horace Liveright, que ha estado a punto de arruinarse por lanzar este libro”.

No fue este libro el único fruto de su actividad literaria relacionado con la propaganda de la verdad sobre Rusia. La burguesía no quería, naturalmente, oír hablar de esa verdad. Odiaba y temía a la Revolución rusa, a la que trató de ahogar en un torrente de mentiras. Las tribunas políticas, las pantallas de los cines, las columnas de los periódicos y de las revistas desparramaban oleadas interminables de repungnantes calumnias. Las revistas que antes se desvivían por obtener artículos de Reed se negaban ahora a publicar ni una sola línea escrita por él. Pero no podían impedirle que hablara. Y John Reed tomaba la palabra en mítines donde las multitudes se apretujaban.

Fundó una revista. Se incorporó a la redacción de la revista socialista The Revolutionary Age (“La Edad Revolucionaria”) y después a la del Communist. Escribió artículo tras artículo para el Liberator, recorrió el país, participó en conferencias, atiborrando de datos a cuantos le escuchaban, contagiándoles su pasión combativa, su ardor revolucionario. Por último, organizó con su grupo, en el mismo corazón del capitalismo norteamericano, el Partido Obrero Comunista, lo mismo que diez años antes había organizado un club socialista en el propio corazón de la Universidad de Harvard.

Como de costumbre, los “sabios” se habían equivocado. El radicalismo de John Reed había sido cualquier cosa menos un “capricho pasajero”, una “travesura de muchacho”. Contra sus pronósticos, el contacto con el mundo exterior no había curado a John Reed de sus “locuras”. Por el contrario, sólo había servido para reafirmar y reforzar su radicalismo,. Cuan firmes y profundas eran las convicciones de John Reed pudo comprobarlo la burguesía norteamericana leyendo The Voice of Labour, el nuevo órgano comunista que se publicaba bajo la dirección de nuestro autor. La burguesía de los Estados Unidos comprendió que, por fin, su patria contaba con un auténtico revolucionario. La sola palabra “revolucionario” la hace temblar. Es cierto que Norteamérica ha conocido revolucionarios en el remoto pasado y todavía hoy existen en el país sociedades como las que se adornan con los nombres de Hijos de la Revolución Norteamericana, que recuerdan aquellos tiempos. Es la forma que tiene la burguesía reaccionaria de rendir homenaje a la revolución de 1776. Pero aquellos revolucionarios hace ya mucho tiempo que dejaron este mundo. En cambio, John Reed era un revolucionario viviente, increíblemente vivo y dinámico, ¡un verdadero desafío para la burguesía! Había que encerrarlo a toda costa detrás de las rejas de la prisión. John Reed fue, pues, detenido y encarcelado. Y no una vez, ni dos, sino veinte veces. En Filadelfia, la policía clausuró el local donde John Reed iba a tomar la palabra en un mitin. John Reed se subió a una caja de jabón y, desde esta tribuna improvisada, en plena calle, habló a un nutrido auditorio. El mitin tuvo tanto éxito, despertó tal simpatía que, detenido el orador por “alteración del orden público”, no fue posible convencer al jurado de que pronunciase un veredicto condenatorio. Parecía como si las autoridades de todas las ciudades de los Estados Unidos no se sintieran contentas hasta haber detenido a John Reed una vez por lo menos.

Pero siempre lograba salir en libertad bajo fianza o un aplazamiento del juicio que aprovechaba para ir a librar otra batalla en un nuevo terreno.

La burguesía occidental ha hecho ya un hábito el achacar todas sus desgracias y todos sus reveses a la Revolución rusa. Uno de sus crímenes más nefario es haber sacado de quicio a este joven norteamericano, de dotes tan brillantes, convirtiéndolo en fanático de la revolución. Así piensa la burguesía. La realidad es un poco diferente.

La verdad es que no fue Rusia quien hizo de John Reed un revolucionario. Desde el día en que nació corría por sus venas sangre revolucionaria norteamericana. Por mucho que constantemente y en todas parte se considera a los norteamericanos como gentes orondas y bien nutridas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias, todavía circula por sus venas el espíritu de inconformidad y de rebeldía. Basta recordar a los grandes rebeldes de otros días: Thomas Paine, Walt Whitman, John Brown, Parsons. Y ahí están también, en fecha más cercana, los camaradas de armas de John Reed: Bill Haywood, Robert Minor, Rootenberg y Foster. Basta recordar los sangrientos conflictos de los distritos industriales de Homestead, Pullman y Lawrence y las luchas de la I.W.W. Todos ellos -los dirigentes y las masas- eran hombres de pura estirpe norteamericana. Y aunque en la hora actual los hechos parecen desmentirlo, la sangre de los norteamericanos está fuertemente impregnada de espíritu de rebelión.

No vale decir, por tanto, que fue Rusia la que hizo de John Reed un revolucionario. Sí hizo de él, es verdad, un revolucionario consecuente y de mentalidad científica. Este es su mérito. Rusia llevó a su mesa de trabajo los libros de Marx, Engels y Lenin. Le ayudó a comprender el proceso histórico y la marcha de los acontecimientos. Le ayudó a cambiar sus puntos de vista humanistas un poco vagos por los hechos escuetos y rudos de la economía política. Le ayudó a convertirse en un educador del movimiento obrero americano y a esforzarse por situarlo sobre aquellos cimientos científicos en los que él mismo había asentado sus convicciones.

-La política no es tu fuerte, John -le decían algunas veces sus amigos-. Tú no has nacido para propagandista, sino para artista. Debes consagrar tu talento exclusivamente al trabajo literario creador. Reed sentía con frecuencia la verdad de estas palabras, pues en su mente brotaban sin cesar nuevos poemas, nuevos dramas, que buscaban a cada paso su expresión, que aspiraban a revestir forma poética. Y cuando sus amigos insistían en que abandonara la propaganda revolucionaria y se entregara a su pluma, les contestaba sonriendo:

-Está bien, en seguida os daré gusto.

Pero ni por un memento interrumpía sus actividades revolucionarias. Aquello era superior a sus fuerzas. La Revolución rusa se había adueñado de él en cuerpo y alma, lo cautivaba, lo obligaba, quisiera o no, a someter su temperamento anárquico, vacilante, a la rigurosa disciplina mental del comunismo. Lo había enviado, como una especie de profeta, con la antorcha encendida a las ciudades de Norteamérica. Hasta que, un buen día, la Revolución lo llamó a Moscú para trabajar en la Internacional Comunista por la unificación de los dos partidos comunistas existentes en los Estados Unidos.

Pertrechado con nuevos conocimientos de la teoría revolucionaria, John Reed emprendió un viaje clandestino rumbo a Nueva York. Denunciado por un marinero, lo obligaron a desembarcar y fue recluido en la celda de una cárcel de Finlandia. Desde allí logró llegar de nuevo a Rusia, escribió en las páginas de la Internacional Comunista, reunió documentos para un nuevo libro, fue enviado como delegado al Congreso de los pueblos de Oriente, celebrado en Bakú. Pero habiendo contraído el tifus (probablemente en el Cáucaso) y agotado por el exceso de trabajo, la enfermedad lo abatió, y murió el domingo 17 de octubre de 1920.

Muchos combatientes del temple de John Reed han luchado contra el frente contrarrevolucionario, en los Estados Unidos y en Europa con la misma determinación con que el Ejército rojo peleó frente a la contrarrevolución en la U.R.S.S. Unos han caído víctimas de la furia homicida; otros han enmudecido para siempre en las cárceles; uno perdió la vida en una tempestad desatada en el Mar Blanco, de regreso a Francia; otro se estrelló en San Francisco con el avión desde el que lanzaba proclamas protestando contra la intervención. El asalto del imperialismo contra la revolución ha sido furioso, pero más todavía habría podido serlo de no haber existido estos combatientes. No cabe duda de que hombres como éstos han contribuido en algo a contener los embates de la contrarrevolución. La Revolución rusa no ha contado solamente con la ayuda de los rusos, los ucranianos, los tártaros y los caucasianos; también han aportado a ella sus esfuerzos, siquiera sea en menor medida, los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y otros pueblos. Entre estos hombres “no rusos” descuella en primer plano la figura de John Reed, hombre de dotes excepcionales, arrebatado por la muerte cuando se hallaba en la plenitud de sus fuerzas...

Cuando de Helsingfors y de Reval llegó la noticia de su muerte estábamos convencidos, en los primeros momentos, de que era una mentira más de las muchas que salen a diario de las fábricas de falsedades contrarrevolucionarias. Pero cuando Louise Bryant nos confirmó la desconcertante noticia tuvimos que abandonar, pese a nuestro dolor, la esperanza de verla desmentida.

A pesar de que la muerte sorprendió a John Reed en el exilio, desterrado de su patria y condenado a una pena de cinco años de cárcel, la misma prensa burguesa se vio obligada a rendir tributo al artista y al hombre. Un suspiro de alivio se escapó del pecho de los burgueses: ¡John Reed, el gran desenmascarador de sus mentiras y de su hipocresía, el hombre cuya pluma era para ellos un azote, ya no existía!

Los revolucionarios de los Estados Unidos han sufrido una pérdida irreparable. Es muy difícil para los camaradas que viven fuera de Norteamérica calibrar el profundo duelo provocado por su muerte. Los rusos consideran como algo perfectamente natural y lógico el que un hombre muera por sus convicciones. No hay por qué derramar lágrimas sobre una muerte así. Miles y decenas de miles de hombres han dado su vida por el socialismo en la Rusia soviética. En los Estados Unidos, las vidas así inmoladas no abundan. Si se quiere, John Reed fue el primer mártir de la revolución, el que marcó el camino seguido luego por miles. El brusco final de su vida, verdaderamente meteórica, en la lejana Rusia cercada por el bloqueo, fue un golpe terrible para los comunistas norteamericanos.

Un consuelo les queda a sus viejos amigos y camaradas; los restos de John Reed reposan en el único lugar en el mundo donde él quería encontrar su último descanso: en la Plaza Roja de Moscú, al pie de las murallas del Kremlin.

Sobre su nicho se ha colocado una piedra sepulcral a tono con su carácter, una piedra de granito sin pulir en la que aparecen grabadas estas palabras:


JOHN REED
DELEGADO A LA TERCERA INTERNACIONAL 1920

Tomado de: Rhys William, Albert, "Introducción", en: Reed, John, Diez dias que estremecieron al mundo, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1967.