viernes, 27 de junio de 2008

EL INSTANTE DECISIVO

Por Henry Cartier-Bresson

El reportaje plantea los elementos de un problema, fija un acontecimiento o unas impresiones. Un acontecimiento es siempre tan rico que uno gira alrededor mientras se desarrolla, buscando una solución. A veces se la encuentra en pocos segundos y otras veces exige horas y días; no hay solución estándar, no hay recetas, hay que estar preparados como en el tenis; los elementos del tema que hacen saltar la chispa frecuentemente están separados; uno no tiene el derecho de unirlos por la fuerza; fabricar una puesta en escena sería trampear. De ahí viene la utilidad del reportaje; la página reunirá esos elementos complementarios repartidos en varias fotos.

La realidad nos ofrece una tal abundancia qué contar, simplificar, pero, ¿se corta siempre lo que se debe? Es necesario llegar, trabajando, a conseguir una disciplina, a tener conciencia de lo que se hace. A veces, uno tiene sentimiento de haber tomado la mejor foto posible y, sin embargo, sigue fotografiando porque no puede prever con certeza de qué manera el acontecimiento se desarrollará. Es necesario, por el contrario, evitar gatillar inútilmente, evitar fotografiar rápido y maquinalmente, cargándose así de croquis inútiles que recargan la memoria y perturban la nitidez del conjunto.

El fotógrafo no puede ser un espectador pasivo, no puede ser realmente lúcido si no está implicado en el acontecimiento. La memoria es muy importante, la memoria de cada foto tomada al galope, a la misma velocidad que el acontecimiento; durante el trabajo uno debe estar seguro de no haber dejado agujeros, de haber expresado todo, porque después será demasiado tarde; no se podrá hacer desandar el tiempo.


Au Bord de la Marne - Henri Cartier Bresson


En nuestro trabajo hay dos momentos en los que se produce una selección; en consecuencia, hay dos lamentos posibles. El primero, cuando en el visor se está confrontando con la realidad; el segundo, una vez que las imágenes han sido reveladas y fijadas, cuando uno está obligado a separarse de las fotos que, aunque justas, serían menos fuertes. Cuando es demasiado tarde, entonces, se sabe por qué uno no ha hecho lo suficiente. A menudo, durante el trabajo, una duda, una ruptura física con el acontecimiento nos da la impresión de que no hemos tenido en cuenta cierto detalle del conjunto; y, sobre todo, lo que es frecuente, que el ojo se descuidó, la mirada se volvió vaga, y eso bastó.

Para todos nosotros, el espacio va ampliándose desde nuestro ojo hacia el infinito, espacio presente que nos atrae con mayor o menor intensidad y que va a encerrarse inmediatamente en nuestro recuerdo, modificándose una vez allí. De todos los medios de expresión, la fotografía es el único que fija un instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen, y cuando han desaparecido es imposible hacerlas revivir. Uno no puede retocar el sujeto; cuanto más se puede elegir entre las imágenes recogidas para presentar el reportaje. El escritor tiene el tiempo para reflexionar antes de que la palabra se forme, antes de ponerla en el papel; puede relacionar varios elementos, los unos con los otros. Hay un período en el cual el cerebro olvida, y se produce una especie de decantación. Para nosotros lo que desaparece, desaparece para siempre; de ahí nuestra angustia y la originalidad esencial de nuestro oficio; no podemos rehacer nuestro reportaje una vez que uno ya está en el hotel, de vuelta.

Nuestra tarea consiste en observar la realidad con la ayuda de ese cuaderno de apuntes que es la cámara, fijándola pero sin manipularla ni durante la toma, ni en el laboratorio mediante trucos, porque eso es visto por quien sabe ver.

En un reportaje fotográfico uno llega, como el árbitro, para contar los golpes, como una especie de intruso, fatalmente. Hay que acercarse al sujeto con pie de plomo, incluso si se trata de una naturaleza muerta. Hay que andar con guantes, pero teniendo el ojo alerta. Sin precipitaciones, porque no se golpea el agua antes de pescar. Nada de fotos con flash, por supuesto, aunque mas no sea que por respeto a la luz, aun cuando no está. Porque sino el fotógrafo sería alguien insoportablemente agresivo. Este oficio depende hasta tal punto de las relaciones que se establecen con la gente que una palabra puede estropearlo todo, y entonces los alvéolos se cierran. No hay aquí sistema, salvo el hacerse olvidar y hacer olvidar la cámara, que es siempre demasiado llamativa.
Las relaciones son muy diferentes según los países y los medios. En Oriente un fotógrafo impaciente o simplemente apurado se cubre de ridículo, lo que no tiene remedio. Si alguna vez uno es superado, porque alguien ha notado la cámara, entonces no se puede hacer otra cosa que olvidar la fotografía y dejar amablemente que los niños se arremolinen.

Acabo de hablar extensamente del reportaje. Yo hago reportajes, pero lo que busco desesperadamente es la foto única, que se basta a ella misma por su rigor (sin pretender por eso hacer arte, psicología, psicoanálisis o sociología), por su intensidad, y cuyo tema excede la simple anécdota.

(Fragmento)

Henry Cartier-Bresson es uno de los mejores fotógrafos del mundo. Nació en 1908 y murió en el año 2004. Era francés.

viernes, 13 de junio de 2008

EL PERIODISMO NARRATIVO. O seis W para no escribir ficción

Por Juan Miguel Villegas

Qué, Quién, Cómo, Cuándo, Dónde y Por qué parecen ser el mantra del reportero que anda de prisa y escribe igual. Las llaman las 6 W porque en inglés se trata de Who, What, How, Where, When y Why, y antes de que se les sumara el Cómo eran tan sólo 5 W. Pues bien, ya que las conoce todo aquel que pisa un aula de periodismo, no sobra este intento informal de definir el narrativo con la misma moneda con la que se le suele ignorar: la del afán.

¿QUÉ?

Una historia en la que no te mienten, en la que todo ha pasado tal cual te dicen, y en la que si algún fragmento es invento, hipótesis o suposición, te lo advierten a tiempo para que luego no salgás a contar mentiras creyéndolas verdades. Si no lo hacen, quien escribe no es un periodista. Es un ladrón.

¿QUIÉN?

Cualquier persona que sepa leer y escribir. Y mejor si lee mucho y escribe bien. Que por lo menos tenga una libreta y un lapicero. Y que si tiene grabadora la use poco: a casi nadie le gusta conversar con un micrófono hambriento. Si se tiene buena memoria, buena labia y una capacidad de observación medianamente aguda, se está bendecido para el oficio.

¿CÓMO?

Saliendo de la casa o la oficina a tiempo, antes de comenzar a creer que todo está escrito, o que ya hay suficientes personas que cuenten todo lo que sucede o sucedió. Dejándose atraer por la afinidad con los temas, no importa si se trata de un batallón que quiere dejar las armas, las aventuras de un hombre que asusta gente, o la rutina de una hormiga por el centro de la ciudad. Todo tema, investigado con paciencia y los ojos bien abiertos, conduce a una buena historia. Y viceversa. Si no, hay que seguir buscando y atar los cabos sueltos. Te das cuenta de que la historia está completa cuando sos capaz de resumirla de cabo a rabo, y a viva voz. Y si al intentar escribirla no te sale, o si te sale no queda como soñabas, es porque falta algo, porque no sabés para dónde vas, o en últimas porque no has leído suficiente y aún no tenés ni idea de qué se trata eso de las buenas historias.

¿CUÁNDO?

“El mundo no para de dar vueltas”. “El tiempo corre, el tiempo vuela, el tiempo tiene la palabra”, dice Latina Stereo. Las historias son buses: siempre pasan, pero el que te dejó, te dejó. El periodismo diario exige correr todo el día de un bus a otro. Pero a las historias les importa un pepino que uno se baje de ellas a las tres o cuatro cuadras. Peor para uno. El buen viajero se monta en las historias mínimo hasta que se acaba la gasolina o se queda sin dinero. Una buena historia es un bus fantasma: tiene rumbo desconocido pero siempre te lleva a un “más allá”. Si el conductor es malo, se llega mareado al terminal.

¿DÓNDE?

Para comenzar, no en la llegada. Es decir, no en Internet, no en los periódicos, no en las revistas, no en televisión… Sino de pie, con los zapatos en movimiento, no importa si te conducen al basurero, a un avión o a una librería de segunda. Si se comienza en la propia habitación, hay que asegurarse de abandonarla pronto: podés quedarte dormido o empezar a inventar cosas. Se puede ensayar con la acera del frente o la ciudad vecina. Los hoteles y los bares sirven, pero distraen demasiado. Y en últimas, el primer paso, el primer lugar, es lo de menos. Una buena historia siempre te conducirá de un lugar a otro, de una persona a otra. Hay que escuchar los monólogos, pero desconfiar de ellos: esto es periodismo, no tradición oral. Mejor conversar que preguntar. Siempre tomar notas, durante o después, pero lo antes posible. La memoria pule y deforma: por algo se juega “teléfono roto”.

¿POR QUÉ?

Por todo eso. Porque es bueno moverse de un sitio para otro, conocer gente, escucharla, jugar a que se puede preguntar cualquier cosa, aprender a descubrir mentiras y a sentir el placer de confirmar verdades. Porque siempre alegra ponerle una ficha más a un rompecabezas. Porque no cualquiera puede hacerlo. Porque perder, o sea mentir, es fácil. Porque produce emoción dárselas de espía, de investigador privado, o hacerse la mosca en la pared para coleccionar escenas. Porque la vida merece ser contada. Porque una cosa es que te sucedan cosas, y otra andar con los cinco sentidos despiertos para después contar. Porque las historias que se consiguen así no abundan en Internet ni en los periódicos ni en las revistas, y porque esos lugares las necesitan a gritos. Porque una historia vale más que mil noticias. Y porque si leer una buena historia deja el corazón caliente, sentir que se escribió una decente puede hacerte tan feliz como anotar el gol del triunfo en el último minuto. Los lectores, en la tribuna, lo sabrán agradecer.