domingo, 2 de diciembre de 2007

EL PERIODISMO, LOS RELOJES Y LA VELOCIDAD


Por Juan José Hoyos

Cuando hablo con un compañero sobrecargado de trabajo, que trata de hacer malabares para responder a tiempo ante su editor por las noticias que tiene que cubrir a lo largo de su jornada de sesenta horas a la semana, y mientras conversamos repica su teléfono móvil, suena su beeper y trata de localizar en su grabadora un fragmento de una entrevista, porque se acerca la hora del cierre de edición, yo me pregunto: ¿vale la pena?

Cuando hablo con una amiga periodista que gasta ochenta horas de su vida cada semana trabajando en un programa de televisión y, en medio del ruido de la música digitalizada de su teléfono portátil que suena cada dos o tres minutos, me cuenta que no ha salido con nadie en un año porque no tiene tiempo; y luego me dice que ha comprado un apartamento… un hogar que no es hogar de nadie, donde la única cosa que falta es la familia, yo me pregunto: ¿vale la pena?

Cuando hablo con un colega que está físicamente sin aliento, cansado de viajar y de no ver a sus hijos —esos pobres muchachos a los que damos lo poco que nos queda después de que el trabajo se lleva lo mejor de nosotros—, y a punto de un colapso emocional por la sobrecarga de trabajo, el stress y la velocidad, yo me pregunto: ¿vale la pena?

Entonces pienso: somos trabajadores de la información en una sociedad que se ha autonombrado sociedad de la información… ¡Y a veces no nos queda tiempo ni siquiera para leer el periódico o ver el noticiero de televisión!

Pasamos más de la mitad de nuestras vidas en medio de computadores, modems, teléfonos, discos duros, líneas de transmisión de datos, cierres de edición, teclados, comandos de Word para Windows. Vivimos en una época y trabajamos en una profesión que ha endiosado a la velocidad y al instante como los valores más altos. Yo me pregunto: ¿vale la pena?

Nuestro trabajo diario está lleno de verdades frágiles que casi nunca sobreviven más de un día. Pensamos que conocemos muchos lugares y mucha gente porque hemos viajado a muchas partes. Al final comprendemos que sólo hemos conocido ascensores, pasillos y habitaciones de hoteles, salas de espera de aeropuertos, restaurantes, estadios y auditorios donde se realizan congresos, partidos de fútbol y ruedas de prensa.

Carlos Sánchez, un periodista dedicado a caminar despacio nuestra ciudad y nuestros países, dice que en un avión se llega más rápido, pero a pie siempre se va más lejos. Yo estoy de acuerdo. Y pienso: casi todos los periodistas que hemos trabajado cubriendo las noticias de cada día, sabemos que una mayor velocidad en la información no significa necesariamente mayor calidad. La velocidad nos hace cometer errores. Nos impide investigar. Nos obliga a escribir nuestras historias sin haber logrado reunir toda la información. Sin haber escuchado a todas las partes involucradas en un conflicto. En un país como Colombia, con un conflicto social y armado tan complejo y tan largo en el tiempo, la velocidad es casi siempre uno de los peores obstáculos para encontrar la verdad, razón de ser de nuestro trabajo. La velocidad nos hace informar de la matanza de hoy olvidando la de ayer. La velocidad nos impide comprender lo que los historiadores llaman la Larga Duración, una forma de ver la sociedad y el tiempo sin la cual hoy es casi imposible entender qué es lo que sucede a nuestro alrededor. Por eso hoy recibimos a diario miles de noticias por medios tan distintos como la prensa, la radio, la televisión, Internet. Pero eso no significa que estemos mejor informados ni que sepamos a ciencia cierta qué es lo que pasa en el mundo.

La velocidad no sólo nos impide ver lo que pasa. Pienso que tampoco nos deja entendernos a nosotros mismos, ni a nuestro entorno, ni siquiera a nuestro oficio. La velocidad marea y no deja pensar. La velocidad no permite que alcancemos a escuchar a nadie. La velocidad nos convierte en esclavos de la agenda noticiosa que imponen cada día los que fabrican esas agendas. Por no darnos cuenta del impacto que la velocidad tiene en nuestro oficio, acabamos por convertimos en mensajeros de los grupos políticos, de la violencia colectiva, de los grupos financieros, de los grupos armados, de los intereses foráneos, de los gobiernos injustos, en vez de ser fieles a los principios que le dan sentido a nuestra profesión: la lucha por la verdad y el bien de todos.

En su “Poema referente a la velocidad”, el poeta Jaime Jaramillo habla de estas cosas —que no sólo tienen que ver con nosotros, los periodistas— con la sabiduría del hombre paciente que escucha al otro, que calla, que espera:

“Refiriéndose a la velocidad, el poeta dice que ya se ha ido demasiado lejos. Cree que tendremos que dar unos pasos atrás, para esperar a los otros. Piensa que la velocidad es inútil frente a la eternidad, y le despiertan una sonrisa aquellos que creen que vinieron al mundo para participar en una competencia de carreras”.

“Refiriéndose a la velocidad, el poeta anota que en los Estados Unidos hay una rueda que alcanzó la máxima velocidad, y de esa manera anuló el movimiento. La máxima velocidad es cuando todos los puntos de la rueda logran estar a la vez en el mismo punto, por lo cual la rueda quieta es la que representa la máxima velocidad. Y esto lo saben los monjes tibetanos”.

“Refiriéndose a la velocidad, dice el poeta que causa colisiones con el tiempo y una cierta locura. Dice que cuando la velocidad de la acción supera a la velocidad del pensamiento, la acción deviene en manía y todo el tiempo teóricamente recorrido se vuelve contra nosotros y nos encontramos de nuevo en el punto de partida”.

“La velocidad es independiente del tiempo y por lo tanto se despeña y se hunde en el mismo tiempo. La velocidad es algo que sobreponemos al tiempo, como un aditamento que le agregamos a fin de forzarlo a marchar más rápido, pero el tiempo no marcha, porque el tiempo no está en los relojes”.

Leo y vuelvo a leer el poema de Jaime Jaramillo Escobar y enseguida viene a mi memoria el nombre de Tad Bartimus, una periodista de la Associated Press obsesionada por el periodismo, los relojes y la velocidad. Yo creo, como ella, que nosotros tenemos dos vidas: la vida con la que aprendemos y la vida con la que vivimos después de eso...

En una conversación con algunos periodistas jóvenes de su país, en el Taller Nacional de Escritores de los Estados Unidos, después de trabajar más de veinte años para la AP en Viet Nam, Belfast, Alaska, Lima y otros mil lugares más del mundo; después de alejarse de sus amigos, de sus vecinos, de su comunidad, de su familia, por estar dedicada las 24 horas del día al trabajo de informar; después de contraer una enfermedad causada por el Agente Naranja, un defoliante lanzado por el Ejército de los Estados Unidos en la guerra de Viet Nam; después de luchar contra un cáncer; contra un lupus crónico; después de sufrir tres operaciones en sus manos para tratar de remediar los estragos de una enfermedad causada por el uso exagerado de los teclados de computador; después de todo eso, Tad Bartimus les dijo a sus colegas reunidos en el Taller de Escritores:

- ¡Paren! ¡Piensen! Pregúntense a ustedes mismos hoy, ahora mismo: ¿sí vale la pena?

- Nosotros no somos nuestro trabajo... Nuestro trabajo no es nuestra vida.

- Nosotros somos algo más que modems y Word para Windows, más que faxes y archivos comprimidos y Skytel, más que cierres de edición y líneas de transmisión de datos.

- Nosotros somos hijos e hijas; esposos y esposas; gente que vale algo para alguien; madres y padres; amigos y compañeros de viaje.

- Si no nos detenemos y nos escuchamos a nosotros mismos, a los demás, no tendremos cosas para decir. Tampoco tendremos nada de qué escribir. Y entonces moriremos. Probablemente ni siquiera nos enteraremos cuando eso ocurra.

- Nosotros seremos recordados como La Generación que Trató de Hacer Demasiado. ¿Por qué?

- Yo soy única. Tú eres único. Sólo yo puedo ser yo. Sólo tú puedes ser tú. Tu vida jamás puede acelerarse hasta el punto que tú no puedas reconocer tu propia voz o escuchar las cosas que hay en tu propio corazón.

- Y está la vida. El significado de ella se encuentra en la vida misma. Igual que como lo haría en una historia, ponga las cosas más importantes al comienzo. Haga un gran "lead". Recorte todo el material que no sea necesario. Establezca prioridades. Conserve lo esencial, lo simple. Y sepa cuándo debe parar.

* * *

Queridos compañeros: los periodistas —como la Universidad— trabajamos por el Alma Colectiva. Trabajamos para preservar nuestra identidad como pueblo. Yo, que también he gastado mi vida en este oficio, desde el abrigo que me dan las paredes de esta vieja casa del pensamiento, la Universidad de Antioquia que amo, y donde todos fuimos estudiantes, quiero decirles hoy a ustedes las mismas palabras: ¿vale la pena?

ASÍ HABLÓ GERMÁN ESPINOSA

Por Margarita Isaza V.

El 17 de octubre murió un gran escritor caribeño. Los lectores han repasado su obra, y su figura ha sido recordada en diarios y revistas. Ya sólo resta escuchar la voz de su alma para que no se olvide su nombre.

Vivir

“Es tal vez superfluo hablar de ese tal don Germán, que deambula todavía, bohemio, insatisfecho, a medias desconocido, por esas calles de Dios. Prefiero que sea mi obra la que vaya conociéndose: es ella la que puede llegar a justificarme. Sobre mi vida personal han prosperado numerosos mitos, que no me animo jamás a confutar. Unos dicen que soy suave, benevolente; otros, que áspero, irritable. Los hombres somos, en punto a nuestro ser último, tantas personalidades distintas cuantas personas nos conozcan. Lo que digamos de nosotros mismos tiene poco valor. Nos gusta arreglar nuestra imagen para la posteridad. Fui amigo de algunos escritores muertos: León de Greiff, Camacho Ramírez, varios otros. Hice bohemia con ellos. Ahora suelo moverme en círculos reducidos, no hago vida social. He viajado un poco: he vivido en África, en Europa. No he hallado en esos viajes nada que me sea ajeno como latinoamericano. Por eso sigo afirmando nuestra condición universal, brotada de nuestro mestizaje de culturas. En la actualidad, vivo casi en función de la literatura, pese a no haber amasado jamás una fortuna. Estoy un poco perdido para el mundo, quizá también para el demonio. En la vida del hombre no suelen suceder más de dos o tres cosas realmente importantes. Para mí son importantes mi matrimonio, el nacimiento de mis hijos, muy pocos hechos más. No obstante amo, amo el universo, amo al detestable ser humano, amo a la desnaturalizada patria. Quizá no soy sino eso: un hombre capaz de apasionarse” (1).

“Aunque a ratos soy irritable, jamás me habita el frío sentimiento de la ira. Nunca he tomado venganza de nadie, nunca he alzado la mano contra nadie. No me interesa en absoluto la política literaria (entendiendo por tal las pequeñas intrigas, mezquindades y zancadillas del mundo de la literatura) y jamás he vetado a ningún colega. Cuando admiro a otro autor, no escondo esa admiración, sino todo lo contrario. La divulgo, la razono” (2).

Escribir

“Yo empecé a escribir a la edad de doce años, en 1950, y sólo escribía poesía lírica. Jamás me pasó por la cabeza, hasta diez años después, hacer narrativa. ¿Que qué buscaba? Bueno, yo leía mucha narrativa, sobre todo europea, y cuando empecé a leer libros colombianos me hallé con un realismo plano, sociologista, que casi divergía de la literatura. Me refiero a obras como Viento seco, Pogrom o Siervo sin tierra. Pésima literatura que, en ciertos casos, aún es predicada en los colegios. Colombia, después de haber producido María o 4 años a bordo de mí mismo, padecía una crisis de su fantasía creadora. El único boquete de luz era La hojarasca, de García Márquez, publicada en 1955. Fue entonces cuando se me ocurrió escribir cuentos fantásticos, que más tarde recogí en mi volumen La noche de la Trapa. Se trataba de volver la narrativa nacional a los terrenos de la imaginación, del sueño, incluso del delirio. Comencé a escribir esos cuentos en 1961 y publiqué algunos en el semanario Sucesos, que dirigía Rogelio Echavarría. El salto a la novela no lo di sino cinco años más tarde, cuando escribí La lluvia en el rastrojo (inicialmente titulada El escamoteo), que sólo vino a ser publicada al cabo de veinticuatro años. Entre 1967 y 1968, escribí Los cortejos del diablo, que apareció originalmente en Montevideo y Caracas en 1970. Yo había hecho una entrevista a Jorge Zalamea para la revista Letras Nacionales, y él me había manifestado su perplejidad ante el hecho de que nadie reparase, como material de novela, en nuestro pasado histórico. Una temporada que pasé en Cartagena me volvió a familiarizar con el mundo de la Inquisición y en él tomé impulso” (3).

“Ser verosímil significa ir hasta el arcoíris de lo fantástico. Nada más inverosímil, más fantástico y hasta más fantasmagórico que la vida real. Pero que quede claro: por fantástica que sea, una narración tiene que ser aceptada por el lector como algo que pudo ocurrir. De otro modo, el autor ha fracasado” (3).

“Alguna vez dije que yo, para escribir, no necesito ni silencio ni condiciones especiales. Escribo como sea y donde sea… siempre y cuando sienta la necesidad. He escrito a bordo de aviones, de trenes, en hoteles. Pero lo mismo puedo quedarme seis meses sin escribir nada, si no siento el impulso de hacerlo. Por supuesto, lo hago mejor rodeado de soledad o con la silenciosa compañía de Josefina, que lee mientras yo pulso las teclas” (4).

“Hice periodismo, incesantemente, entre 1955 y 1975. Así me gané la vida. Trabajé cinco años como redactor político en la United Press International, luego en Diariovisión, en El Siglo, en Vea, en El Tiempo… Lo que pasa es que el periodismo no fue nunca mi vocación. Por eso no traté de descollar mucho en él. Por regla general, no firmaba mis escritos, salvo las crónicas y los artículos de fondo” (3).

Su literatura

“La literatura no es una creencia, es un destino. La función del arte es la de aportar un goce, la de consolar, la de ensanchar la mente” (3).

“Las obras que mayor esfuerzo me costaron fueron, sin duda, La tejedora de coronas y El signo del pez. Tal cosa me inclina mucho hacia ellas, pero prefiero no establecer jerarquías, como no lo haría entre mis hijos. Si mira bien, después de La tejedora…, he publicado otras nueve obras en prosa, entre ellas cuatro que pertenecen al género ensayístico. Dentro de ese género, estimo mucho mi libro La aventura del lenguaje, que a cierto académico nariñense mereció sólo conceptos toscos y casi procaces. Hay ensayos míos, en Liebre en la luna, en los que nadie parece haber reparado, tal como el titulado ‘El despertar de los bacantes’, un análisis de lo apolíneo y lo dionisíaco como dos caras de la moneda creadora, cuyas veintisiete páginas me costaron cinco años de investigación” (5).

“No creo que sea posible ubicarme en escuelas, ni siquiera en tendencias. Mis maestros han sido de todas las épocas. En muchas ocasiones, por ejemplo, he hablado de la influencia que sobre mí han ejercido los poetas occitanos, y nadie parece conmoverse por tal cosa. A lo mejor ignoran quiénes fueron los poetas occitanos. Lo cierto es que en mí han dejado sedimento muchas obras y muchas culturas. Se repite que admiro a Mann, a Proust, pero se olvida que también a Rabelais, a Dumas, hasta al inefable Lesage. Nadie parece acordarse de que dos de mis grandes modelos fueron Sue y Dickens, y que venero a los góticos: Walpole, Lewis. Soy, en ese sentido, un escritor de síntesis, no de escuela ni de capilla, y se romperán la cabeza quienes obtusamente quieran seguir encasillándome en corrientes de moda. Escritores de síntesis fueron, en sus tiempos, Thomas Mann, Aldous Huxley, Hermann Hesse, Robert Graves” (5).

“Si usted repasa mis escritos, verá que mi tema más recurrente es el de la sociedad como implacable basilisco que mata cuanto mira. Es un tema que está presente en La tejedora de coronas, en El signo del pez y, desde luego, en Los ojos del basilisco. También la soledad del ser humano se encuentra presente en casi todos mis textos” (3).

La tejedora

“El día 20 de julio de 1969, el día en que el hombre llegó a la luna, después de haberme enterado de todas las peripecias del alunizaje, me surgió como brotada de un delirio astronómico la imagen de Federico Goltar descubriendo un planeta, no en la docta Europa, sino en la remota Cartagena de Indias, y justamente en los días anteriores inmediatos al asalto de la ciudad por la flota francesa” (4).

“Para mí Genoveva Alcocer es algo mucho más concreto. Es un ser de carne y hueso, a quien un triste mortal —que soy yo— transmitió el privilegio de, eventualmente, no morir nunca. Cuando pienso en ella, la veo viva en los distintos períodos de su vida: puedo verla ante mí a los dieciocho años, cuando era novia de Federico Goltar; puedo verla cercana a los noventa, cuando su proceso. La puedo ver con una fuerza de realidad superior a la cualquier otra de mis imaginaciones. La veo vestida, desnuda, afligida, exultante, patética, irónica… A veces, la deseo sexualmente, lo cual puede lamentablemente comportar un acto de narcisismo” (6).

Morir

“La muerte es una amiga que tenemos reservada, pero que, por regla general, no sabe golpear a tiempo” (5).

“Fui una página de Rubén Darío
que me alegró en la infancia profunda.
Fui una aliteración de Verlaine.
Fui un autorretrato de Van Gogh
que es el más bello reproche que se me hizo.
Fui el rosa pálido de un crepúsculo
o el instante en que, al concluirla,
reinicié la lectura de Ulises.
Fui esa noche en tus brazos
Fui la suma de mis instantes felices” (6).
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1. “Vida y obra de Germán Espinosa”, entrevista de Ruth Cano, grabada el 24 de noviembre de 1986 y transmitida por varias emisoras culturales.
2. “Espinosa: tiempos de transformación”, de Evelio Rosero Diago. Se publicó el 12 de mayo de 1991 en El Universal, de Cartagena.
3. “Entre el significado y la fantasía”, de Juan Manuel Silva. Se publicó en diciembre de 1996 en la revista Gaceta, del Instituto Colombiano de Cultura.
4. “Un escritor fascinado por las sectas esotéricas”, de Eloy Yagüe Jarque. Se publicó el 8 de mayo de 1998 en el suplemento Hoy x Hoy, de Caracas.
5. “Encuentro con Germán Espinosa”, de Luz Mery Giraldo. Se publicó en agosto de 1994 en la Revista de la Universidad del Valle, de Cali.
6. “Las confesiones de Germán Espinosa”, de Jorge Consuegra. Se publicó en noviembre de 1991, en varios diarios colombianos de provincia.