miércoles, 23 de abril de 2008

EL MAL DE DON QUIJOTE


Por Juan José Hoyos

¿El alma se equivoca por el hecho de imaginar? Me hago esta pregunta desde que estaba niño y aprendí a leer. Tenía seis años y era estudiante de primaria en la escuela San Agustín, en el barrio Aranjuez. Hasta esos días, en asuntos de la mente, sólo me habían preocupado los sueños. Cuando los soñaba, sentía que eran verdad. Cuando despertaba, pensaba que eran mentira. Pero ahora que abría los libros y podía leer las historias de Las mil y una noches, y ver a Aladino y su lámpara maravillosa, y a Simbad y los cuarenta ladrones, todo me parecía distinto, todo me parecía real.

Viendo mi afición temprana por la lectura, unos años más tarde mi hermana Lila me llevó a la Biblioteca Pública Piloto. Allí me dieron carnet de lector y empecé a prestar libros para llevar a mi casa. Leía de todo y en desorden. Un día cayó a mis manos Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. Estaban empezando las vacaciones escolares de mitad de año. Durante dos semanas, mientras mis amigos del barrio elevaban cometas, yo estuve encerrado en uno de los cuartos de mi casa, maravillado con las locuras de Don Quijote, ese hombre al que los libros de caballería le “sorbieron” el seso. Anita, mi madre, preocupada por mi encierro, tocaba la puerta y me decía: “Mijo, no lea más que se va a enloquecer...” Yo no quise hacerle caso. Cuando acabé el libro y salí del cuarto, hasta la luz del sol tenía para mí otro color. Como le sucedió a Don Quijote, empecé a confundir la realidad con las cosas que imaginaba. Me lo hicieron notar mis maestros, en la escuela, cuando me sorprendían extraviado, con la mente a miles de kilómetros del salón mientras ellos se esforzaban por explicar a mis compañeros los complicados mecanismos de la raíz cuadrada. Me lo hizo notar mi madre cuando le hablaba de los héroes de las novelas que yo leía como si fueran personas de carne y hueso.

Dice el poeta Pedro Salinas que la novela de Cervantes es una persistente lucha entre las ideas y las cosas. Las ideas en su sede natural, la cabeza de un hombre; las cosas, alrededor de él. De un lado, una venta, un rústico ventero, dos mozas, las existencias materiales de las cosas. Del otro lado, las creencias de Don Quijote: un castillo, el castellano y unas damiselas. De la desproporción entre estas dos agonías, de este juego, salen la altura heroica del libro y su humor despiadado.

Yo, preocupado por ese juego y, sobre todo, por mi situación después de la lectura la novela de Cervantes, me di a la tarea de averiguar los misterios que la rodeaban. Hace pocos días cayó a mis manos un libro me ha ayudado a comprender algunos de esos misterios. Se llama Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes y fue escrito por Luis Astrana Marín, un literato español que se dedicó a traducir a William Shakespeare y a estudiar la vida de Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Goethe. Su obra fue publicada en varios volúmenes entre 1948 y 1958 y tiene más de mil documentos, hasta entonces inéditos, sobre el autor de Don Quijote.

Astrana quería responder a la misma pregunta que se hizo en 1867 don Víctor Manuel García: ¿quién fue Don Quijote? Acompañado por su hijo, recorrió durante varios años los pueblos donde estuvo Cervantes y los lugares por donde él cuenta que viajó el caballero de la triste figura. Astrana esculcó archivos parroquiales, visitó bibliotecas, leyó libros antiguos y rastreó papeles hasta del Tribunal de la Inquisición. Nueve lugares se disputaban ser ese pueblo de La Mancha de cuyo nombre no quería acordarse Cervantes. Pues bien: él demostró que era Esquivias, un poblado donde Cervantes conoció a doña Catalina de Salazar, y se casó con ella en 1584, y luego trabajó como recaudador de impuestos. “Era un pueblo de guerreros e hidalgos (había 37 en la época de Cervantes) y ningún poeta” dice Astrana.

De acuerdo con sus averiguaciones, en Esquivias, Cervantes se enteró de muchos secretos del pueblo por el cura Juan de Palacios, con el que trabó muy buena amistad. Así supo de las viejas rencillas entre los Quijadas y los Salazares. Doña Catalina, la esposa de Cervantes, era descendiente de los Salazar y pariente del cura. Así también se enteró de la existencia de Fray Alonso Quijada, el tercer hijo del bachiller Juan Quijada y de María Salazar, moradores de Esquivias a fines del siglo XV y el primer tercio del XVI. Pues bien: el fraile Quijada se gastó casi toda su fortuna comprando y leyendo libros de caballería y después enloqueció. Estudiando el archivo parroquial de Esquivias desde 1519, Astrana descubrió que no existe ningún otro Alonso Quijada en la época de auge de los libros de caballerías. De hecho, en la segunda parte de Don Quijote, Cervantes pasó a llamar a su personaje Alonso Quijano “el Bueno”, quizá por las burlas en el pueblo al reconocer a Fray Alonso en el libro.

Revisando las partidas de bautismo y los libros de defunciones de la parroquia de Esquivias, Luis Astrana Marín también encontró que en el pueblo habían existido personas reales como el cura Pero Pérez y Mari Gutiérrez, la mujer de Sancho Panza. También encontró en esos libros montones de personas con apellidos como Ricotes, Carrascos, Quiñones, Álamos y Alonsos, casi todos apellidos moriscos de la época en que Cervantes escribió la novela. Muchos de ellos estaban enterrados en la iglesia. La conclusión de Astrana Marín fue sencilla: “sin Esquivias no habría existido Don Quijote”. Cuando Cervantes llegó a Esquivias, hacía muchos años había muerto Fray Alonso, pero él tal vez pensó que era prudente y cortés despistar: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”. Para mera casualidad parece mucho, dice Francisco Rodríguez Marín, otro biógrafo de Cervantes.

Hablando de estos asuntos, Jorge Luis Borges dice que “Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad común. Era una realidad creada por él... Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad”. Luego añade: “Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo también nosotros podemos ser un sueño”.

Sufro del mal de Don Quijote. Para mi consuelo, la historia de Esquivias y la novela de Cervantes me hace pensar que él sufría del mismo mal. Y que el alma no se equivoca por el hecho de imaginar. Alma y sueño son espejos de la vida. Todo lo que hay en ellos ha pasado por nuestros ojos, por nuestros oídos, por nuestras manos. Por nuestro corazón. Está escrito en nuestro pasado. La imaginación, también en el caso de Miguel de Cervantes, es pues memoria. Es vida. Y la vida es sueño, decía Calderón de La Barca… Y los sueños, sueños son.

domingo, 20 de abril de 2008

viernes, 18 de abril de 2008

ESCRIBIR BIEN

1. Lo primero: conoser vien la hortografia.
2. Cuide la concordancia, el cual son necesaria para que usted no caigan en aquello errores.
3. Ponga comas puntos signos de interrogación o dos puntos rayas siempre que corresponda si no poco se entienden las relaciones entre las palabras la jerarquía entre las ideas.
Y cuando, use los signos de: puntuación, póngalos; correctamente!.
4. Lo mejor es esquivar la reiteración de sonidos en la oración. La proposición es buscar una opción que no rime con lo dicho con antelación.
5. Evite las repeticiones, evitando así repetir y repetir lo que ya ha repetido reiteradamente.
6. Trate de ser claro; no use hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que puedan jibarizar las más enaltecidas ideas.
7. Imaginando, creando, planificando, un escritor no debe aparecer equivocándose, abusando de los gerundios. Tratando siempre, sobre todo, de no estar empezando una frase con uno.
8. Correcto para ser en la construcción, caer evite en trasposiciones.
9. Tome el toro por las astas, haga de tripas corazón y no caiga en refranes comunes. Calavera no chilla.
10. ¡Voto al chápiro!... creo a pies juntillas que deben evitarse las antiguallas que obscurecen el texto.
11. Si algún lugar es inadecuado en la frase para poner colgado un verbo, el final de un párrafo lo es.
12. ¡¡¡Por el amor de Dios!!!!, no abuse de las exclamaciones. NI de las Mayúsculas. Recuerde, además, que la cantidad de puntos suspensivos es siempre fija....... (¡solo tres!)
13. Pone cuidado en las conjugaciones cuando escribáis.
14. No utilice nunca doble negación.
15. Evite usar el adjetivo "mismo" como si fuera un pronombre; el mismo está para otra cosa.
16. Aunque se usen poco, es importante emplear los apóstrofo's correctamente.
17. No olvide poner las tildes que correspondan. Mas aun cuando es importante conocer cual es la significacion de una palabra, en caso de que haya una opcion con tilde y sin ella.
18. Procure "no poner" comillas "innecesariamente". No es un recurso para "resaltar" sino para "mencionar" una "voz ajena" al texto.
19. Procurar nunca los infinitivos separar demasiado.
20. Y con respecto a frases fragmentadas

(De autor anónimo. A Alberto Salcedo Ramos le fue enviada por el poeta Juan Carlos Guardela).

jueves, 17 de abril de 2008

CINEMA EPM - 18 DE ABRIL

Hola a todos.

Les escribo para contarles que mañana VIERNES 18 DE ABRIL, nos reuniremos a las 4:30 PM en la BILBIOTECA EPM (la que queda en la Plaza de la Luz, frente a la Alpujarra), para conversar un rato y leer algo. Luego a las 5:00 PM veremos una película allí en la Cinemateca.

Esta reunión de mañana será muy especial, porque Koleia se va para Bogotá y merece, al menos, que todos nos reunamos a despedirla. Ya ella nos contará los detalles de su nuevo viaje.

Bueno, un abrazo para todos.

miércoles, 9 de abril de 2008

LA MUERTE CREADORA


Por Henry Miller

Parte de: La sabiduría del corazón, Sur, Buenos Aires, 1966.

“No quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un luchador”. Lawrence escribió esto hacia el final de su vida, pero decía ya al comienzo de su carrera: “Tenemos que odiar a nuestros predecesores inmediatos para liberarnos de su autoridad”.

Los hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes se alimentaba y nutría, a quienes tuvo que rechazar para afirmar su propia fuerza, su propia visión ¿acaso no eran como él hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a todos ellos la idea que Lawrence proclamó una y otra vez: que el sol no envejecería nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril? ¿Acaso no eran, todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa “guía que falta dentro de los hombres”, víctimas del Espíritu Santo?

¿Quiénes fueron sus predecesores? ¿Con quiénes reconoció estar en deuda, reiteradamente, antes de ridiculizarlos y desenmascararlos? Con Jesús, desde luego, y con Nietzsche, y Whitman, y Dostoiewsky. Con todos los poetas de la vida, los místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al engaño de la civilización.

Dostoiewsky tuvo una tremenda influencia sobre Lawrence. De todos sus antecesores, incluido Jesús, el que le resultó más difícil de quitarse de encima, de superar, de “trascender”, fue Dostoiewsky. Lawrence siempre había considerado al sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no-ser. La Vida y la Muerte: constantemente tuvo ante sí estos dos polos, como un marinero. “Quien más se acerque al sol”, decía, “será conductor, aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoiewsky, más se acerque a la luna de nuestro no-ser”. Los intermedios no le interesaban. “Pero el ser más poderoso”, concluye, “es aquel en camino hacia la floración todavía desconocida”. Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del ser y el no-ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia sin fin. Esta muerte viviente era para él el Purgatorio en el cual el hombre lucha incesantemente.

Por extraño que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente. En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como poema. Sin por qué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin evolución. Como al chino enigmático, lo arrebata a uno el espectáculo siempre cambiante de los fenómenos pasajeros. Ése es el estado sublime a-moral, del artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez total, previsora. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura. Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo sintético que se llama el mundo. El artista nos devuelve un universo vital, que canta, vivo en todas sus partes.

En cierto modo, el artista siempre obra contra el movimiento tiempo-destino. Siempre es a-histórico. Acepta el Tiempo absolutamente, como dice Whitman, en el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire (con la cola en la boca) es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la totalidad; para el artista no hay más que presente, el eterno aquí y ahora, el momento infinito que se ensancha y es llama y canto. Y cuando logra establecer este criterio de experiencia apasionada (que es lo que significa el “obedecer al Espíritu Santo” de Lawrence), entonces, y sólo entonces, afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre. Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc. Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo que no comprende; en particular lo que no comprende.

Esa realidad final que el artista llega a admitir en su madurez es ese paraíso simbólico del vientre, esa “China” que los psicólogos alojan en algún punto entre la conciencia y el inconsciente, y la unión con la naturaleza, la seguridad y la inmortalidad prenatales de las cuales ha de arrebatar su libertad. Cada vez que nace espiritualmente sueña con lo imposible, lo milagroso; sueña con poder quebrar la rueda de la vida y la muerte, evitar la lucha y el drama, el dolor y el sufrimiento de la vida. Su poema es la leyenda en la cual se refiere los misterios del nacimiento y la muerte; su realidad, su experiencia. Se entierra en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser corporal.

La China es una proyección hacia el dominio espiritual de su condición biológica de no-ser. Ser es tener forma mortal, atributos mortales, es luchar, evolucionar. El Paraíso es, como el sueño de los budistas, un Nirvana donde ya no hay personalidad y, por lo tanto, no hay conflicto. Es la expresión del deseo del hombre de triunfar sobre la realidad, sobre la transformación. El sueño del artista que sueña lo imposible, lo milagroso, es simplemente resultado de su incapacidad de adaptarse a la realidad. Por lo tanto, crea una realidad propia -en el poema-, una realidad adecuada a él, una realidad en la cual puede vivir sus anhelos inconscientes, sus deseos, sus sueños. El poema es el sueño hecho carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte. Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente de su fuerza, su papel, su destino, es artista, y desiste de su lucha contra la realidad. Se convierte en traidor de la raza humana. Engendra la guerra porque ha llegado a estar en permanente desacuerdo con el resto de la humanidad. Se sienta en el escalón del vientre de su madre con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, y se niega a moverse. Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia real de la vida en ecuaciones espirituales. Desdeña el alfabeto corriente, que a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la metáfora, el ideograma. Escribe en chino. Crea un mundo imposible valiéndose de una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. No es que sea incapaz de vivir. Al contrario, su gusto por la vida es tan poderoso, tan voraz, que lo obliga a matarse una y otra vez. Muere muchas veces a fin de vivir innumerables vidas. Así se venga de la vida y adquiere su poder sobre los hombres. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se constituye en héroe y dios, la mentira por la cual triunfa sobre la vida.

Tal vez una de las mayores dificultades de la lucha con la personalidad de un creador radica en la profunda oscuridad en que se alberga, a sabiendas o no. En el caso de un hombre como Lawrence, nos hallamos ante alguien que exaltó la oscuridad, ante un hombre que encumbró al máximo esa fuente y manifestación de toda vida, el cuerpo. Todo esfuerzo por aclarar su doctrina implica una vuelta a los problemas eternos, fundamentales, que le hicieron frente, y una renovada lucha con ellos. Lawrence constantemente lo lleva a uno a la fuente, al centro mismo del cosmos, a través de un laberinto místico. Su obra es enteramente símbolo y metáfora. El Fénix, la Corona, el Arcoiris, la Serpiente Emplumada, todos estos símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos opuestos en forma de misterio. A pesar de la progresión de un plano conflictual a otro, de un problema vital a otro, el carácter simbólico de su obra se mantiene constante e inmutable. Es hombre de una idea: que la vida tiene una significación simbólica. Es decir, que vida y arte son uno.

En su elección del Arcoiris, por ejemplo, se manifiesta su intento de exaltar la eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya su justificación como artista. En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona particularmente, pues estos fueron sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma concreta a su verdadera naturaleza: ser artista. Porque el artista que hay en el hombre es el símbolo imperecedero de la unión entre sus yoes conflictuales. Hay que dar un sentido a la vida por el hecho evidente de que carece de sentido. Hay que crear algo, como intermedio curativo y estimulante, entre la vida y la muerte, porque la conclusión a que apunta la vida es la muerte, y el hombre instintiva y persistentemente cierra los ojos ante ese hecho concluyente. El sentido del misterio, que se halla en el fondo de todo arte, es la amalgama de todos los terrores innominados inspirados por la realidad cruel de la muerte. Entonces hay que vencer a la muerte, o disimularla, o cambiarla. Pero en el intento de derrotar a la muerte el hombre inevitablemente se ha visto el ligado a derrotar a la vida, pues las dos están inextricablemente relacionadas. La vida marcha hacia la muerte, y negar la una significa negar la otra. El firme sentido del destino que revela todo creador se apoya en su conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.

La historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia. Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado -la civilización, en suma- son fruto del artista creador. La naturaleza creadora del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha zafado. Así como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso de su desarrollo de la niñez a la ancianidad, la evolución espiritual del hombre. En la persona del artista se recapitula toda la evolución histórica del hombre. Su obra es una gran metáfora, que revela mediante la imagen y el símbolo todo el ciclo del desarrollo cultural a través del cual ha pasado el hombre desde el ser primitivo hasta el ser civilizado infructuoso.

Cuando ahondamos en las raíces de la evolución del artista, redescubrimos en su ser las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote, etc. El proceso es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por qué lleva a la interrogación adónde y cómo. La huida es el deseo más profundo. Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es huir de la vida. Esto lo ha manifestado siempre el artista a través de sus creaciones. Al vivir adentrado en su arte adopta como mundo un reino intermedio dentro del cual él es todopoderoso, un mundo dominado y regido por él. Ese mundo intermedio del arte, ese mundo en el cual se mueve como héroe, sólo ha sido factible debido al más profundo sentido de frustración. Paradójicamente, surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al destino.

Esto, entonces, es el Arcoiris, el puente que el artista tiende sobre el abismo de la realidad. El brillo del Arcoiris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su creencia en la vida eterna, su creencia en el nacimiento perpetuo, la juventud, la virilidad, la fuerza continuas. Todos sus fracasos son nada más que el reflejo de sus choques humanos y débiles con la realidad inexorable. El motivo es el impacto dinámico de una voluntad que conduce a la destrucción. Porque con cada fracaso real recae con mayor intensidad en sus ilusiones creadoras. Todo su arte es el esfuerzo patético y heroico por negar su derrota humana. En su arte logra un triunfo real, puesto que no es un triunfo ni sobre la vida ni sobre la muerte. Es un triunfo sobre un mundo imaginario creado por él mismo. El drama está enteramente en el dominio de la idea. Su guerra con la realidad es reflejo de la guerra que se libra dentro de él mismo.

Así como el individuo, cuando llega a la madurez, la revela aceptando la responsabilidad, así también el artista, cuando reconoce su verdadera naturaleza, su papel predestinado, está obligado a aceptar la responsabilidad de la hegemonía. Se ha conferido a sí mismo poder y autoridad, y debe obrar consecuentemente. No puede tolerar nada más que los dictados de su propia conciencia. Así, al aceptar su destino, acepta la responsabilidad de prohijar sus ideas. Y así como los problemas con que tropieza cada individuo son únicos para él, así también las ideas que germinan en el artista son únicas y han de ser vividas. El artista es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino. Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución. Pero a fin de lograr su propósito, el artista está obligado a retirarse, a apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para ofrecer el sabor de la lucha real. Si elige vivir anula su naturaleza propia. Tiene que vivir vicariamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.

En cada nueva obra el artista vuelve a representar el espectáculo del sacrificio del dios. Porque detrás de la idea del sacrificio está la idea esencial del sacramento: se mata a la persona que encarna el gran poder a fin de que su cuerpo sea consumido y se redistribuyan los poderes mágicos. El odio al dios es el más fundamental del culto al dios: se basa en un deseo primitivo de conseguir el poder misterioso del hombre-dios. En ese sentido pues, el artista siempre es crucificado: para ser devorado, para ser despojado del misterio, para quitarle su poder y su magia. La necesidad del dios es este anhelo de una vida mejor: es lo mismo que el anhelo de muerte.

Se puede representar al hombre como un árbol sagrado de la vida y la muerte, y si además consideramos que ese árbol representa no solamente al hombre individual sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto del cuerpo sagrado.

Y siguiendo con la imagen del hombre como árbol de la vida y la muerte, bien puede comprenderse cómo los instintos vitales, impulsando al hombre a expresarse cada vez más por medio de su mundo de forma y símbolo, por medio de su ideología, por último lo obligan a prescindir de los aspectos puramente humanos, relativos, fundamentales de su ser -de su naturaleza animal, de su mismo cuerpo humano-. El hombre trepa por el tronco del vivir para dilatarse en un florecimiento espiritual. Desde un microcosmo insignificante, pero recién separado del mundo animal, el hombre con el tiempo se extiende sobre los cielos bajo la forma del gran anthropos, el hombre mítico del zodiaco. El propio proceso de diferenciación del mundo animal al cual pertenece todavía hace que cada vez vaya perdiendo más de vista su humanidad total. Sólo en los límites últimos de la facultad creadora y cuando su mundo de formas no puede ya tomar mayores dimensiones arquitectónicas, comienza a comprender de pronto sus “limitaciones”. Entonces lo asalta el miedo. Es entonces cuando verdaderamente experimenta la muerte -la gusta de antemano, por así decir-.

Entonces los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la expansión creadora llega a humanizarse verdaderamente. Entonces siente las raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada. Y con ella viene la comprensión, de que no puede exaltarse un aspecto de nuestra naturaleza sobre los demás, salvo a expensas de alguno de ellos.

Lo que llamamos sabiduría de la vida llega aquí a su apogeo- cuando se adivina ese carácter fundamental, sagrado del cuerpo-. En las ramas más altas del árbol de la vida se rnarchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así contacto con la realidad -porque él mismo era la realidad-, ese gran florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa como el misterio del Soma. El pensamiento vuelve a recorrer el tronco religioso que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el enigma, el misterio del cuerpo. Redescubre el parentesco entre la estrella, la bestia, el hombre, la flor, el cielo. Una vez más se advierte que el tren o del árbol, la columna misma de la vida, es la fe religiosa, la aceptación de la propia naturaleza arbórea -no un anhelo de alguna otra forma de ser-. Esta aceptación de las leyes del propio ser es la que preserva los instintos esenciales de la vida, aun en la muerte. En el ascenso, el imperativo, la obsesión única, era el aspecto individual del propio ser. Pero una vez en la cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la interrelación de todas las formas y leyes del ser -la afinidad orgánica, la totalidad, la unidad de la vida-.

De modo que el tipo más creador -el tipo de artista individual- que más alto ha brotado y con mayor diversidad de expresión, tanto que parecía “divino', ese tipo creador de hombre, para conservar en él los elementos mismos de la creación, tiene pues que convertir la doctrina, o la obsesión de individualidad, en una ideología común, colectiva. Ése es el verdadero sentido del Maestro-Modelo, de las grandes figuras que han dominado la vida humana desde el principio. Al llegar a la cumbre más alta de su floración, no han hecho más que recalcar su humanidad común, su innata, enraizada, ineludible calidad de humanos. Su aislamiento, en las alturas del pensamiento, es lo que les causa la muerte.

Cuando consideramos una figura olímpica como Goethe, vemos un árbol humano gigantesco que no afirmó otra “meta” excepto el despliegue de su propio ser, excepto la obediencia a las leyes orgánicas profundas de la naturaleza. Eso es sabiduría, la sabiduría de un espíritu maduro en la cumbre de una gran Civilización. Es lo que Nietzsche llamaba la fusión de dos corrientes divergentes en un ser: el tipo soñador apolíneo y el dionisiaco extático. Tenemos en Goethe la imagen del hombre encarnado con la cabeza en las nubes y los pies bien plantados en el suelo de la raza, la cultura, la historia. El pasado, representado por el suelo histórico, cultural; y el presente, representado por las condiciones cambiantes del tiempo que componen su clima mental; se nutrió tanto del pasado como del presente. Fue profundamente religioso sin necesidad de adorar a un dios. Se había hecho un dios. En esta imagen del Hombre ya no cabe el conflicto. Ni se sacrifica él al arte, ni sacrifica el arte a la vida. La obra le Goethe, que fue una gran confesión -”huellas de la vida”, decía él -es la expresión poética de su sabiduría, y salió de él como cae de un árbol una fruta madura. Ninguna situación era demasiado noble para sus aspiraciones, ningún detalle demasiado insignificante para su atención. Su vida y su obra asumieron proporciones grandiosas, una amplitud y majestad arquitectónicas, porque tanto su vida como su obra tenían la misma base orgánica. Con excepción de da Vinci, él es quien más se acerca al ideal de hombre-dios de los griegos. En él se dieron el ocio y el clima más favorables. Tenía sangre, raza, cultura, tiempo: todo. Y todo lo alimentaba.

En ese momento excelso en que aparece Goethe, en que el hombre y la cultura están en la cúspide, todo el pasado y el futuro se despliegan. Allí se entrevé el final; en adelante el camino desciende. Después del olímpico Goethe aparece la raza dionisíaca de artistas, los hombres de la “época trágica” que profetizó Nietzsche y de los cuales él mismo fue ejemplo magnífico. La época trágica, en que se siente con fuerza nostálgica todo lo que más está negado para siempre. Otra vez se revive el culto del Misterio. El hombre debe volver a representar una vez más el misterio del dios, el dios cuya muerte fecunda ha de redimir y purificar al hombre de la culpa y el pecado, ha de liberarlo de la rueda del nacimiento y el devenir. El pecado, la culpa, la neurosis, todos son una y la misma cosa, el fruto del árbol de la ciencia. El árbol de la vida se torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es precisamente lo que ocurre. “En el momento de la destrucción del mundo”, dice Jung, refiriéndose a Ygdrasil, el fresno del mundo, “ese árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.”.

En este punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la “transvaluación de todos los valores”. Es la inversión de los valores “espirituales”, de todo un completo de valores reinantes. El árbol de la vida conoce entonces su muerte. El arte dionisiaco de los éxtasis reafirman entontes sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Gracias a la locura y el éxtasis se representa el misterio del dios, y en los celebrantes ebrios se despierta el deseo de morir -morir creadoramente-. Es la conversación de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.

Avanzar hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas, del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseoso de morir.



Tomado de: http://www.ddooss.org/articulos/otros/henry_miller.htm