martes, 12 de febrero de 2008
LE-ER
Por Margarita Isaza Velásquez
Era un mueble blanco con dos puertas. Cuadrado si se quiere, la verdad es que yo, en mis recuerdos de infancia, lo veo como un bloque enorme que no se me permitía abrir. Algún tesoro debía esconder para que fuera limpiado religiosamente, por dentro y por fuera, todos los domingos por la mañana. Sí, era blanco con una decoración que me enorgullecía: los primeros retratos de mi familia, un poco deformes, que yo había hecho con todo el amor del mundo. Nunca comprendí por qué unos sencillos muñequitos de cabeza enorme le causaban tanto disgusto a mi papá. Como la escena de dibujar los matachos con color anaranjado sobre la madera blanca era repetida, lo mismo que el ritual de la esponja enjabonada, alguien decidió que el blanco del gran estante no era adecuado y que era preferible pintarlo de marrón oscuro antes de que se deteriora más de la cuenta. La solución fue ésa, además de un cuaderno para dibujar que no me gustaba ni cinco y la advertencia de un regaño hecho a mano o por la “chancla milagrosa”, adminículo éste utilizado para conseguir que ciertos hijos obedecieran en un tiempo menor a la tercera repetición de las órdenes.
Mi pasión por la pintura acabó tristemente a la temprana edad de cinco años. En adelante, el reto era con el mueble exblanco y con los libros que sus puertas custodiaban. Las puertas, mitad de madera y mitad de vidrio, corrían el riesgo permanente de ser alcanzadas por una canica, bola de cristal o metra de colores, que salía disparada, con cierta frecuencia, desde el solar, precisamente desde las manos de Cristóbal o de Carlos Emilio, hermanos mayores de quien escribe, en una competencia que pretendía introducir el objeto redondo en un hueco junto al guayabo o en un hueco de la baldosa del patio de ropas. Por algún milagro del Cielo a favor de nosotros, inquietos y pobres infantes, no tuvimos que recoger los pedazos de un desastre ni avisar cabizbajos lo que nunca sucedió con las puertas de la biblioteca. Mientras tanto, los librejos seguían esperando a que yo dejara de leer avisos de negocios (es-ta-ci-ón-de-ser-vi-cio) y vallas publicitarias (co-ca-co-la), para que me dedicara a títulos edificantes que en el futuro mis mayores habrían de proponerme.
A pesar de los cuidados y la dedicación que el mueble marrón merecía, nunca lo encontré ordenado, excepto por aquella vez que me correspondió limpiar carátula por carátula y acomodar los ejemplares por orden de estatura. En los días normales de la biblioteca, cuando nadie la abría, a menos que fuera necesario camuflar el rebujo entre una y otra enciclopedia, pequeños bolsilibros de Colcultura yacían sobre la Nueva historia de Colombia y Los clásicos Jackson Grolier. Entonces, creo yo, no leíamos porque parecía imposible dedicarnos a una novela o a un cuento sin causar alguna catástrofe que hiciera derrumbar la fila de libros en cada entrepaño, lo mismo que en una hilera de fichas de dominó cuando un movimiento en falso de una sola hace caer al resto. La diferencia es que a las fichas no hay que recogerlas como si pesaran una tonelada, no hay que limpiarlas con sumo cuidado y mucho menos hay que volverlas a acomodar en un estante enorme para mí e insuficiente para tantos libros. Claro que esa no era la única razón para evitar los grandes volúmenes, también estaba la profunda emoción que nos causaban los muñequitos de la caja Challenger, a todo color en sus trece canales. No se podía comparar a Las tardes felices de Radio Caracas Televisión con miles de letricas que no ofrecían dibujo alguno y mucho menos sonido de tira cómica. Las grandes excepciones, no por el sonido de tira cómica, eran el Átlas bachillerato, la Enciclopedia familiar de la medicina, Los secretos del Vaticano y El gran libro de Colombia, todos, menos el primero, llenos de fotos a todo color de lugares desconocidos para nosotros, incluso los de la enciclopedia médica.
Pero de tanto pasar y pasar hojas con imágenes de aquellos libros grandes, terminamos por aprendernos de memoria el orden de las fotos y los pequeños detalles de cada página. La península de Kamchatka nunca llegaría a Sur América y la Capilla Sixtina conservaría su techo con la misma pintura. Una vez más los dibujos y las imágenes se encargaban de hacerme perder el alma de artista plástica. En esa biblioteca, en los libros que solo mi papá leía, debía existir alguna cosa mágica que no le permitía a él desencantarse tan fácilmente como mis hermanos y yo ante las mismas fotografías.
Por su parte, la televisión nos gustaba por las tardes cuando presentaban Meteoro, El pulpo manotas, El capitán Cavernícola –e hijo-, Los pitufos y José Miel. En las noches no había muñequitos sino unas novelas que solíamos no entender y que además nos eran prohibidas por su contenido difícil de explicar a los menores. Como era imposible hacernos dormir temprano, a las ocho de la noche, mis papás tomaron la decisión de leernos los cuentos de la Biblioteca Fantástica de Norma que tenían muchas páginas, muchas letras y algunos dibujos. Estos libros eran demasiado grandes para que mis manos pudieran pasar hoja por hoja sin estar en una posición incómoda. Entonces, cada noche mis papás se turnaban la tarea de leernos Pecesito de oro, Las flores de la pequeña Aída y Los prodigios de Sciro. En la pieza donde dormíamos Carlos Emilio, Cristóbal y yo había una cama y un camarote. Yo me trepaba hasta llegar a la parte más alta y contemplar desde arriba, con cuidado de no caerme, el paisaje de mi papá sosteniendo el volumen y mis hermanos alrededor de él siguiendo cada línea que, por cierto, sonaba con todo y acciones en la boca de mi papá. La entonación no era arrulladora. Yo, al menos, me sumergía en la emoción que las frases tenían. Cada noche leíamos y oíamos uno o dos cuentos, según la extensión y el cansancio del lector. Cuando se cerraba el libro ya era hora de dormir, así que rezábamos al Niño Jesús, a la Virgen María y a San José. A ellos y a los personajes de las historias les encargábamos el alma hasta que, al otro día, llegara mi madre a despertarnos para una nueva mañana.
La colección de cuentos también se agotó en nuestros oídos y creo que las lecturas dejaron de tener gracia con tantas noches de repetición. Nuestra vida cambiaba y los libros seguían siendo los mismos. A mi cotidianidad llegó el colegio y por fin aprendí a leer, Nacho lee se llamaba la cartilla de letras grandes y rojas. Ya no me importaba si el libro traía dibujos o estaba lleno de tinta negra desparramada en rayitas y bolitas que armaban el abecedario. Firmemente creo que aprendí a leer primero que el resto del curso de Nivel B, porque las ilustraciones de la cartilla no me desconcentraban y podía dedicarme a armar sílabas más rápido que María Fernanda, mi compañera de pupitre, y que otra niña que quisiera retarme en la competencia de avisos durante el trayecto hasta la casa, en el transporte de doña Rosa. Nadie mejor que yo para leer avisos, carteles y vallas de la Avenida Primera o del Malecón. Además, las letras se convirtieron en mis aliadas para llegar al mundo de la gente grande como mis hermanos, dos y tres años mayores que yo. A ellos les dio duro la Matemática en la Escuela Guaimaral No. 21 de varones. Para mí, Matemáticas, Español y Sociales nunca fueron un problema. Si mi mamá me dejaba estar con ellos todo el día dando vueltas por el barrio, andando en bicicleta y ganándonos resfriados por cuenta de la lluvia, también tendría que dejarme competir con ellos en asuntos menos peligrosos como la lectura de los libros de la biblioteca. Aquel estante marrón podría ser un buen amigo.
En esa edad en la que empezaba a ser persona, mis familiares me tomaron en serio. El televisor dejó de ser una buena compañía, sobre todo porque era mi papá el dueño de la programación y del único televisor de la casa, ubicado por cierto en el cuarto de los progenitores. Carlos Emilio, Cristóbal y Margarita: resígnense a la cadena uno y la cadena dos. Cuando era hora de las telenovelas como En cuerpo ajeno y Sangre de lobos el aparato Challenger se apagaba y el atril de madera construido especialmente para leer sobre la cama tomaba importancia en nuestras noches y en nuestras vidas. Mi papá se hacía en el costado derecho, junto a la lámpara, mi madre en el izquierdo y los tres muchachitos en donde cupiéramos. La única prohibición era no movernos mucho para no desbaratar la cama, tal y como sucedió varias veces, y no dormirnos, porque quien lo hacía le tocaba irse solito al cuarto sin compasión de monstruos ni del “hombre cucaracha”… así se llamaba la representación actoral que Cristóbal utilizaba, con una sábana amarrada al cuello, para asustarme y hacerme llorar.
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2 comentarios:
¡Eso Márgara!¡Qué memoria...!
Te faltó el libro de "Cuentos de los hermanos Grimm" que tenía acuarelas, en vez de dibujos. ¿Te acordás de Un ojito, Dos ojitos y Tres ojitos?
Me acordé de que el Atlas Bachillerato era el plan de navegación del buque en que se convertía el camarote cuando ya estábamos cansados de jugar a ¡La Taránrula! (con una voz de ultratumba más emocionada que la del hombre cucaracha) Gracias Márgara.
perdon por ser tan malvado en la niñes, creo que ahora es cuando mas me falta la crueldad, gracias por ese escrito fascinante
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