miércoles, 31 de octubre de 2007

EL LEÓN DE DURANGO EN CASA

El general Tomás Urbina, protagonista de esta historia


Por John Reed

Frente a la puerta de la casa del general Urbina estaba sentado un viejo peón con cuatro cananas encima, ocupado en la genial tarea de llenar las bombas de fierro corrugado con pólvora. Apuntó con el pulgar hacia el patio. La casa, los corrales y los almacenes del general, dispuestos alrededor por los cuatro lados, en un espacio tan grande como una manzana de casas en la ciudad, lleno de puercos, pollos y niños a medio vestir. Dos cabras y tres magníficos pavos reales se asomaban pensativamente desde el techo. Dentro y fuera de la sala, de donde provenían aires fonográficos de la Princesa del dólar, estaba estacionado un tren de gallinas. Una anciana salió de la cocina y vació una cubeta de basura al suelo. Todos los puercos corrieron con gran ruido hacia allá. En la esquina del muro de la casa estaba sentada la hija del general, mascando un cartucho. Había un grupo de hombres parados y recostados alrededor de un pozo en el centro del patio. El mismo general estaba sentado entre ellos, en un sillón roto de mimbre, alimentando con tortillas a un venado manso y a una oveja negra coja. Ante él estaba un peón arrodillado vaciando un saco de lona con algunos cientos de cartuchos de máuser.

El general no respondió a mis explicaciones. Me extendió una mano floja y la retiró enseguida, pero no se levantó. Era un hombre robusto, de talla mediana y complexión caoba, con una escasa barba negra hasta las mejillas que no alcanzaba a cubrir la ancha y delgada boca sin expresión; enormes fosas nasales; los ojos brillantes, pequeños, alegres, animales. Por unos cinco minutos no los apartó de los míos. Mostré mis papeles.

- No sé leer -dijo el general dándoselos a su secretario-o. ¿Así es que usted quiere ir a la batalla? -me espetó en el más áspero español-. ¡Hay demasiadas balas! -no dije nada-. ¡Muy bien!, pero no sé cuando me voy. A lo mejor en cinco días. Ahora coman.
- Gracias, mi general, ya comí.
- Vaya a comer -me repitió con calma-, ¡ándele!

Un hombrecillo sucio a quien llamaban doctor me escoltó hasta el comedor. Alguna vez fue boticario en Parral, pero ahora era mayor. Tendríamos que dormir juntos esa noche, dijo. Pero antes de que llegáramos al comedor alguien gritó: ¡Doctor!

Había llegado un hombre herido. Era un campesino con su sombrero en la mano y un pañuelo ensangrentado alrededor de la frente. El doctorcillo se volvió todo eficiencia. Despachó a un niño para que trajera las tijeras familiares y a otro lo mandó por una cubeta de agua del pozo. Luego afiló con su cuchillo un palo que había recogido del suelo. Sentando al hombre sobre una caja, le quito el vendaje, revelando una cortada de cerca de dos pulgadas de largo con plastas de mugre y sangre seca. Primero cortó el pelo alrededor de la herida, metiendo las puntas de las tijeras sin cuidado. El hombre contuvo el aliento a duras penas, pero no se movió. Entonces el doctor cortó lentamente la sangre coagulada encima, silbando con ánimo para sí mismo.

- Sí -recalcó- es una vida interesante la del doctor. Miró de cerca el borbotón de sangre; el campesino parecía una piedra enferma-. Y es una vida llena de nobleza -continuó el doctor-. Aliviar el sufrimiento ajeno. Tomó el palo afilado y lo encajó, ¡y con lentitud escarbó toda la herida!

- ¡Vaya! ¡El animal se desmayó! -dijo el doctor- ¡Vamos, sosténgalo mientras lo lavo! -diciendo esto levantó la cubeta y vació su contenido sobre la cabeza del paciente; el agua y la sangre escurrieron sobre su ropa.

- Estos peones ignorantes -dijo el doctor, cubriendo la herida con su vendaje original-, no tienen valor. Es la inteligencia lo que construye el alma, ¿no?
Cuando el campesino volvió en sí, le pregunté:
- ¿Es usted un soldado? El hombre me mostró una dulce sonrisa de desprecio.
- No, señor, sólo soy un pacífico -dijo-. Yo vivo en El Canutillo, donde mi casa está a sus órdenes...

Mucho rato después, todos nos sentamos para cenar. Ahí estaba el teniente coronel Pablo Seañes, un franco y simpático joven de veintiséis años, con cinco balas en el cuerpo como pago por tres años de luchar. Su conversación estaba salpicada de maldiciones soldadescas, y su pronunciación era un poco difícil de entender, a consecuencia de una bala en la quijada y una lengua casi partida en dos por una espada. Era un demonio en el campo, decía, y muy matador después. En la primera toma de Torreón, Pablo y otros dos oficiales, el mayor Fierro y el capitán Borunda, solos, ejecutaron ochenta prisioneros desarmados, cada uno los abatió con su revólver hasta que su mano se cansó de tirar del gatillo.

- ¡Oiga! -dijo Pablo-, ¿cuál es el mejor instituto para estudiar hipnotismo en Estados Unidos?... Tan pronto como esta maldita guerra se termine voy a estudiar para hipnotista... Con eso se volteó y comenzó a hacer pases al teniente Borrega, a quien muy adecuadamente le llamaban el león de las sierras, por su prodigiosa presunción. Este último sacó su revólver:

- ¡No quiero tener negocios con el diablo! -gritó, entre las risotadas de los demás.
Estaba también un capitán Fernando, un gigante canoso enfundado en unos estrechos pantalones, quien había peleado en veintiuna batallas. Sentía un deleite especial con mi español fragmentario, y cada palabra que yo hablaba le producía ataques de risa que tiraban el adobe del techo. Nunca había salido de Durango, y declaraba que había un gran mar entre los Estados Unidos y México, y que él creía que el resto de la tierra era agua. Junto a él estaba Longino Güereca, con una hilera de dientes picados atravesándole su cara redonda y gentil cada vez que sonreía, además de un historial de valor famoso en todo el ejército. Tenía veintiún años y ya era primer capitán. Me contó que la noche anterior sus mismos hombres habían intentado matarlo... después, Patricio, el mejor jinete de caballos salvajes en el Estado, y Fidencio; junto a él un indígena puro de dos metros de estatura, quien siempre peleaba de pie. Por último Rafael Zalarzo, un pequeño jorobado que Urbina llevaba en su tren para divertirlo, igual que cualquier duque italiano de la Edad Media.

Luego de haber quemado nuestras gargantas con la última enchilada, y cuchareado nuestro último fríjol con una tortilla -no conocían los tenedores y cucharas- cada uno de los caballeros tomó un trago de agua, hizo gárgaras, y lo tiró al suelo. Cuando salí al patio, vi la figura del general emerger de la puerta de su recámara, un poco tambaleante. Llevaba un revólver en la mano. Se paró durante un momento a la luz de otra puerta, y de repente entró, dando un portazo.

Yo ya estaba acostado cuando el doctor entró al cuarto. En la otra cama reposaban el león de las sierras y su amante de turno, quienes roncaban ruidosamente.
- Sí -dijo el doctor- hubo un pequeño problema. El general no ha podido caminar durante dos meses por el reumatismo... y algunas veces sufre mucho, y se consuela con aguardiente... esta noche trató de dispararle a su madre. Siempre trata de dispararle a su madre... porque la ama demasiado.

El doctor se dio un vistazo en el espejo y retorció su bigote-. Esta revolución, no confunda, es una lucha de los pobres contra los ricos. Yo era muy pobre antes de la revolución y ahora soy muy rico.

Dudó por un momento, después comenzó a quitarse la ropa. A través de su mugrosa camiseta el doctor me honró con su única oración en inglés:
- I have mooch lices (tengo muchos piojos) -dijo, sonriendo con orgullo.

Salí al amanecer y caminé por Las Nieves. El pueblo pertenecía al general Urbina, la gente, las casas, los animales, las almas inmortales. En Las Nieves, él y sólo él aplicaba la más alta y la más baja justicia. La única tienda en el pueblo está en su casa; compré unos cigarros al león de las sierras, quien era el encargado detallista de la tienda por ese día. En el patio, el general platicaba con su amante, una bella mujer de apariencia aristócrata, de voz parecida a la de una sierra de mano.

Cuando notó mi presencia vino hacia mí y me dio un apretón de manos, diciendo que le gustaría que yo le tomase unas fotografías. Le dije que ése era mi único propósito en la vida, y le pregunté si pensaba partir pronto hacia la frontera.

- Creo que en unos diez días -contestó.
Me empecé a preocupar.
- Aprecio su hospitalidad, mi general -le dije-, pero mi trabajo requiere que yo esté donde pueda ver el avance hacia Torreón. Si es conveniente, me gustaría regresar a Chihuahua y reunirme con el general Villa, que pronto saldrá para el sur.
La expresión de Urbina no cambió, pero me espetó:
- ¿Qué es lo que no le gusta de aquí? ¡Usted está en su casa! ¿Quiere cigarrillos? ¿Quiere aguardiente, o sotol, o coñac? ¿Quiere una mujer que le caliente la cama durante la noche? ¡Todo lo que usted quiera yo se lo puedo dar! ¿Quiere una pistola? ¿Quiere un caballo? ¿Quiere dinero? -sacó de su bolsillo un puñado de dólares de plata y haciéndolos sonar los arrojó a mis pies.
Yo contesté:
- En ninguna parte de México estoy tan bien y tan feliz como en esta casa.

Durante la siguiente hora le tomé fotografías al general Urbina: El general Urbina de pie, con y sin espada; el general Urbina montado sobre tres diferentes caballos; el general Urbina con y sin su familia; los tres hijos del general Urbina a caballo y a pie; la madre del general Urbina, y la amante de él; la familia completa armada con espadas y revólveres, incluyendo el fonógrafo, traído a propósito; y uno de los niños mostrando una pancarta en la que decía: General Tomás Urbina R.

Reed, John, "Capítulo 2", en: México insurgente.

1 comentario:

margaisaza dijo...

Está muy chévere este capítulo de México insurgente. Creo que voy a leer el libro completo. Muy entretenida la forma de narrar de John Reed.