Por Sándor Márai
—Bien, bien… ¿Y sobre qué va a escribir usted?—me preguntaba la gente de los cafés de Pest con malicia mal disimulada.
Pues sí, hacía falta saber sobre qué iba a escribir. Yo miraba hacia delante y pensaba: “¿Por qué no sobre el vaso de agua que hay en la mesa?” Ni sabía lo que se esperaba de mí ni me importaba. Probablemente no se esperaba de mí más que una simple desaparición. Yo consideraba esa expectativa natural y obvia. La “vida literaria”, con su maraña de relaciones humanas, no puede ser ni más estéril ni más noble que la vida del gremio de los joyeros o de los carniceros. El que fracasa en su carrera —porque cualquier proceso creativo es también una carrera, puesto que una obra no nace por sí sola, sino que está al servicio de algo y, por lo tanto, también en contra de algo y de alguien— terminará igual de repudiado que un banquero en quiebra o un comerciante arruinado. ¿Sobre qué iba a escribir? No lo sabía. ¿Sobre lo que “me gustaba” o sobre lo que me veía obligado a decir, quisiera o no, “con todas sus consecuencias”? La patética expresión “con todas sus consecuencias” estaba muy de moda entre la juventud y yo la repetía muy a menudo y muy a gusto. Sin embargo, en la vida nada ocurre “con todas sus consecuencias”, siempre hay una escapatoria posible, más atractiva y más inteligente que cualquier imperativo categórico; es muy fácil conformarse con las cosas y buscarles luego una explicación “moral”. Empecé a escribir y, naturalmente, no sólo escribía sobre lo que “me veía obligado a decir” según mi conciencia… La verdad es que escribía más a menudo sobre cosas que no me convencían en absoluto, sobre lo que el momento me brindaba, sobre lo que estaba en el aire en ese preciso instante, algo apenas perceptible que era necesario nombrar aunque fuese un tema sin “importancia”; todas las mañanas me despertaba con la sensación de que algo iba mal, como si hubiese suspendido algún examen decisivo para mi carrera y tuviese que comenzar de nuevo. También escribía a diario porque en una de las calles de la ciudad había una imprenta cuyas gigantescas máquinas empezaban a funcionar a medianoche y necesitaban alimentarse de papel y tinta, de sangre y nervios; pedían de comer todas las noches a la misma hora, y siempre había que darles algo para alimentarlas. Escribía porque alguna ley oculta me obligaba a ello; no se trataba de un acuerdo o una necesidad, sino de una ley más profunda y compleja, de un contrato que había establecido conmigo mismo, con mis nervios, con mi carácter. No puede uno “acostumbrarse” al periodismo. Un periodista no puede vivir con comodidad, nunca puede tener un descanso: un artículo mal logrado o poco inteligente o una columna innecesaria puede arruinar lo conseguido hasta ese momento. En esta profesión no se puede aflojar el ritmo y tampoco basta con que el periodista escriba sólo lo que le dicta su conciencia, ya que existen muchas verdades y cada una tiene su propia forma.
Los años iban pasando y yo escribía miles de artículos, uno o dos al día, porque la máquina se ponía en marcha cada medianoche, porque todos los días “ocurría algo” en una calle próxima o en cualquier lugar del mundo; hasta que una tarde fue a verme un amigo mayor que yo, me saludó, me miró a los ojos y me dijo: “¡Ten cuidado!” Nos encontrábamos en la redacción del periódico, en una sala de aire asfixiante que olía a imprenta y cuyas ventanas daban a un patio de luces. “¡Ten cuidado! —me dijo, y me miró con sus ojos inteligentes—. Al principio uno cree que sólo está viviendo de los intereses, hasta que un día se da cuenta de que está gastándose el capital, y entonces ya es tarde”. Lo acompañé hasta la salida; sus palabras me inspiraban pena y tardé mucho en empezar a tener cuidado. El periodismo es también un narcótico que puede terminar matándote, aunque te asegura una embriaguez y un olvido perfectos y agradables. Unas veces me sentía agotado, otras me desesperaba; unas veces más me agobiaba, otras me faltaba información; pero escribía a diario, como el cirujano opera a diario. El periodista desarrolla en el sistema nervioso una potente toxina que lo envenena poco a poco y no permite que se calle. Todas las tardes, hacia las seis, yo me sentaba ante el escritorio de la redacción en un estado anímico ni muy agradable ni muy romántico, más bien artificialmente alimentado: todos los días alguien moría asesinado, alguien se arruinaba, alguien mentía descaradamente, alguien cometía un acto de mal gusto. Todos los días “ocurría” algo. La vida, esa materia prima triste y hedionda, siempre llevaba algo nuevo, algo que yo diseccionaba con mi pluma para poder presentar algún aspecto nuevo de la miseria humana, algún bacilo, algún virus, y pensaba que ser periodista consistía en eso… Quizá tampoco sea mucho más que eso: mostrar algo y creer que estás mostrando también algo más, tal vez cierta dirección… Todas las tardes, hacia las tres, parecía que me enchufaba a la red eléctrica: entonces mi sistema nervioso empezaba a dedicarse al mundo. Me envolvía en periódicos nacionales e internacionales para encontrar el detalle microscópico que sería el “tema del día”, lo que había que contar, lo que yo u otra persona debía contar —a veces de una forma indirecta y velada, mencionando apenas el tema central—, porque si no valía la pena vivir, no tenía sentido escribir, y a continuación estallaba esa extraña fiebre, esa “alta tensión”, un nerviosismo que duraba horas, hasta que conseguía concentrarme y describir, con palabras elocuentes o balbuceantes, con un estilo ameno y divertido o bien aburrido y absurdo, lo que en ese momento me parecía que explicaba o aclaraba algo.
El buen periodismo es siempre agresivo, aunque esté de acuerdo con las cosas, aunque esté dando su consentimiento o su bendición. El periodista que describe los fenómenos vitales diciendo siempre que sí y mostrando su conformidad resulta aburrido y poco convincente. En cualquier caso, el público del circo espera que las bestias despedacen a todo pagano o cristiano que se atreva en entrar en su territorio. Cada tarde, entre las seis y las siete, yo empezaba a olfatear sangre, a ver por todas partes manipulaciones y traiciones, abusos e injusticias, “trampas de la burocracia”, actos de corrupción de los pudientes, infidelidades y malas intenciones de las mujeres. Descubrí que mi actitud y mi comportamiento eran los típicos del “periodista comprometido” y comencé a sospechar que algo iba mal. Es verdad que el mundo está colmado de vilezas y sucias artimañas, pero a veces habría querido comprender lo que otros se contentaban con criticar y “destapar”… Se trata de una droga muy potente de la cual el escritor no debe abusar, pues las sospechas automáticas y la superioridad indiferente —que logran que el periodista “sepa con certeza” que sólo existen dos tipos de persona: aquellas sobre las que todavía no se sabe nada y las que ya están “descubiertas”— sólo llevan al escritor a transformarse en un fiscal que no puede dejar de acusar.
Sí, a mi alrededor todos resultaban sospechosos…y la verdad es que durante aquellos años fui testigo de una danza macabra: vi a gente aparecer, resplandecer y desaparecer sin dejar rastro; los ricos y los pudientes, los virtuosos y los criminales, los idiotas y los genios, todos desaparecían en las tormentas del tiempo. Hombres importantes, que invitaban a cenar a los más ilustres de la sociedad del bien, terminaban suicidándose o encerrados en la cárcel; los semidioses que hacían esperar a los más destacados representantes en la antesala de sus despachos tenían que responder luego ante el juez: antes o después, todos terminaban en las “páginas de los periódicos”, por eso observaba a todo el mundo como un posible caso para alguna noticia futura. Tal actitud es muy poco elegante, pero el periodismo, en la práctica, se resume en eso…
A veces el escritor pretende ser noble. Le gustaría aprobar algo, decir que algo está bien… El periodista lucha contra todo y contra todos, mientras que el escritor cree, en ocasiones, estar luchando cuando aprueba algo o cuando calla. Aprendí que el buen periodista —con su ira solidaria, sus acusaciones y sus antipatías— cree de verdad en su rabia cuando ataca algo o a alguien: esa solidaridad es la que da credibilidad al periodismo. Tuvieron que pasar años para que me diese cuenta de que yo no creía forzosamente en mi propia ira. Llega un día en que hay que elegir: el escritor pide la palabra, y entonces el periodista debe callar; no se puede vivir en dos direcciones, creer en dos cosas distintas; no es posible, en un mismo día, “querer” en privado lo que en la redacción se odia a muerte…
Un día dejé de creer que debía acabar con la maldad, la mezquindad y el mal gusto que había en el mundo; ya no creía que la palabra escrita pudiera volar alto y rápido, que pudiera cambiar algo en el mundo. Tuve una sensación de inseguridad y de mareo, como el albañil que mira hacia abajo desde un andamio. Y empecé a cuidar toda palabra escrita, a trabajar menos y a recibir cada día más de la escritura.
Fragmento de: Márai, Sándor, Confesiones de un burgués, Ediciones Salamandra, Barcelona, 2005, pp. 451-456
domingo, 21 de octubre de 2007
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2 comentarios:
¿Cuándo comenzaremos nostoros a mirar la escritura como desde un andamio? Juan confía en que del club van a salir varios hijos (a demás de Violeta y Mientras Dios descansa). Tengamos fe, y trabajemos duro. Un abrazo para todos
Quiero resaltar esto que ya transcribí en mi diario: "Escribía porque nuna ley oculta me obligaba a ello; no se trataba de una necesidad sino de una ley más profunda y compleja, de un contrato que había establecido conmigo mismo..." Ah, y pilas que según Marai el periodista no puede vivir con comodidad, nunca puede tener un descanso. Y ya no puede uno arrepentirse. ¡¡¡A dormir al cielo!!!
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